miércoles, 19 de diciembre de 2007

ESTADO DE DERECHO. Emergencia y derechos constitucionales




Una recensión del libro de: Horacio Ricardo González. Editores del Puerto. Buenos Aires, 2007, 392 pp.


Uno de los grandes problemas con los que nos confrontarnos en el siglo XXI es el de conseguir que la democracia deje de ser una mera retórica, entendida esta última como hueca oratoria. La democracia no es simplemente el ejercicio del poder político de acuerdo a formas y procedimientos prefijados en la constitución, aunque esto sea condición necesaria. Es también dotar de contenido a la acción pública para la realización de valores como la libertad, la justicia y la igualdad. Las leyes no pueden tener cualquier contenido material, no todo vale, sino que solo lo que se orienta a esos valores, y entre ellos, el de la igualdad resulta esencial porque es el que hace posible la plasmación real de los demás en tanto conlleva a la modificación o eliminación de las condiciones sociales que impiden su realización. Los derechos fundamentales son la luz que ilumina todo el entramado de poderes políticos, económicos y sociales y los limita. Todos los derechos fundamentales (incluidos los que para el pensamiento liberal son solo protectores de la individualidad) tienen una dimensión social en tanto en cuanto están orientados a la consecución de la igualdad.


Claro es que ese modo de entender la democracia la convierte en algo dinámico, porque la igualdad y la libertad marchan juntas en un camino en cuyo avance se van descubriendo nuevas dificultades y dejando atrás realizaciones, como es evidente cuando se piensa, por ejemplo, en la igualdad por razón de sexo. La acción política debe servir para que los ciudadanos vean modificadas cotidianamente sus condiciones materiales de existencia mediante la realización progresiva de aquellos valores.


Pero en estos inicios del siglo XXI, si hacer posible a todos el goce de los derechos ya es problemático, la teoría (y práctica) de la democracia se enfrenta con especial crudeza, además, con una dificultad que no es nueva, cual es la de encontrar instrumentos de real participación de los ciudadanos en la toma de las decisiones políticas. Los instrumentos de las democracias liberal-representativas han mostrado sus insuficiencias para canalizar las aspiraciones de amplias capas de la población, de ahí que después de la segunda guerra mundial, especialmente en Europa, hayan florecido as prácticas llamadas genéricamente de concertación social que han contribuido a dotar de legitimidad a las normas legales de contenido social adoptadas por los parlamentos. Pero la concertación social o el dialogo social no son suficientes en un momento en el que grandes poderes económicos concentrados influyen poderosamente a escala planetaria en la producción y circulación de bienes y servicios (y también de ideas mediante el control de medios de comunicación).


Las reformas constitucionales en Ecuador, Bolivia, Venezuela y las menos espectaculares, pero también de importancia que están llevando adelante algunos Tribunales Constitucionales de América Latina mediante la interpretación de sus constituciones, son respuestas a esta problemática, que no es otra que la del reconocimiento y efectividad de los derechos humanos reconocidos en las declaraciones internacionales y la articulación de acuerdo con criterios democráticos de los poderes sociales y de participación de los ciudadanos. El Estado de Derecho hoy implica el funcionamiento de los poderes del Estado con sujeción a reglas y procedimientos preestablecidos, la formación de la voluntad general mediante la participación no falseada de los ciudadanos no limitada exclusivamente a través de la vía parlamentaria y el reconocimiento y efectividad de los derechos humanos, de modo especial los llamados sociales a cuyo servicio han de orientar sus prácticas los poderes públicos.


Si en todas partes del mundo se alzan grandes dificultades para llevar a la práctica esta idea de democracia, mas lo es allí donde, como en la mayoría de los países de Latinoamérica, se produjo en los años setenta del siglo pasado una brusca interrupción de los procesos de reforma y profundización democrática. Las dictaduras han dejado una marca bastante indeleble en el continente, por lo que para recuperar la democracia es necesario evidenciar el alcance de las destrucciones y las técnicas empleadas. Esta es una de las grandes virtudes del libro de Horacio González, que muestra cómo en Argentina mediante la utilización de un laxo concepto de emergencia, entendida como situación de necesidad de gravedad extrema, se ha procedido en los años 90 del pasado siglo, no a atender a grupos de la población en especial necesidad, que es lo que el autor llama emergencia social, sino a una mera preservación del Estado que ha acabo cayendo en el oxímoron de la “emergencia permanente”. Concepto que sido utilizado para desmontar las realizaciones preexistentes que llevaban a un estado de bienestar, pero sin ni siquiera volver a un Estado liberal clásico, sino a un Estado de no derecho. Su análisis es impecable e implacable. Tras un conciso repaso a la historia constitucional argentina muestra cómo se ha ido desarrollando la emergencia como forma de gobierno desde el los Gobiernos de Alfonsín hasta su instauración en la reforma constitucional de 1994 en plena época del gobierno peronista de Menen. Las consecuencias han sido desastrosas, pues se ha roto la división de poderes al convertirse en la práctica el legislativo en una prolongación del ejecutivo. La Corte Suprema ha justificado, no solo esa corrupta práctica legislativa, sino en base a la “emergencia” toda la legislación de “necesidad” que ha traído consigo la regresión drástica de los derechos sociales, la pérdida de eficacia de los convenios colectivos, la política de privatizaciones que, a su vez, ha sacado a la luz el poder oculto, el “estado clandestino”, que ha ocupado el espacio de lo público. Paralelamente se ha criminalizado la protesta social.


La consecuencia ha sido que el Estado se vació de representación real con una ruptura de la relación entre el Estado y la sociedad civil. La profunda convulsión social que en diciembre de 2001 se produjo en ese país fue fruto de una profunda crisis política, económica y social. La recuperación de la institucionalidad que en los años posteriores se está intentando no es algo que pueda decirse acabado, al fin y al cabo, seis años no es mucho tiempo, pero si no se quiere repetir la historia, la amnesia debe de ser desterrada, ahora que ha llegado al poder ejecutivo la nueva presidenta, para lo que este libro es imprescindible. Aquellos sucesos solo son explicables porque “las condiciones mínimas de convivencia, basadas en la búsqueda de criterios de libertad e igualdad sustancial, habían sido rotas y destruidas paulatinamente durante los últimos 26 años, más precisamente a partir del 24 de marzo de 1976, en que se estableció un estado autoritario que perdura, en distintas formas, hasta la fecha” (p. 207).