viernes, 26 de septiembre de 2014

UMBERTO ROMAGNOLI ANALIZA LA REFORMA LABORAL ESPAÑOLA



Una historiografía muy asentada atribuye al derecho del trabajo un rol de pedagogía de masas, sosteniendo, no sin razón, que habría educado a multitud de artesanos desplazados por la irrupción de la gran manufactura y a campesinos no del todo campesinos, en la idea que la cosa más conveniente que se pudiera hacer sería la de no secundar el sentimiento de justicia ofendido por las formas de dependencia impuestas por el capitalismo moderno en  los lugares de producción extraños a los esquemas cognitivos sedimentados en la memoria colectiva de las generaciones precedentes. Al contrario, convenía inventarse el modo de prepararse para luchar contra la desigualdad ridiculizada por George Orwell : respecto de su subordinado, el empleador es “más” igual. Sea en el momento en el que estipula el contrato o bien en la fase de ejecución de la relación que deriva de éste. Por ello el horizonte de sentido en el que se ha desarrollado el derecho del trabajo del siglo XX estaba marcado por la aceptación compartida de una exigencia propia de los países más prósperos y lustrosos protagonistas de la revolución industrial: la de atenuar los efectos de la asimetría estructural que está en el origen de una supremacía de hecho enemiga del principio de igualdad tan querido por la cultura jurídica (no solo) liberal-democrática. Hoy, sin embargo, los neoliberales no pueden oír hablar de ello sin que les acometan mareos. En efecto, aun glorificando la autonomía negocial de los individuos como símbolo y a su vez vehículo de libertad, querrían persuadirnos de que el retorno a un decisionismo empresarial lo menos condicionado posible, y por consiguiente la negación de la contractualidad misma, acabará por beneficiar al propio trabajador.
“Esta – escriben los autores del preámbulo de una importante ley española del 2012 – es una reforma en la que ganan todos porque se propone satisfacer más y mejor los legítimos intereses de todos”.
Entonces será por eso que concede al empleador la posibilidad de administrar unilateralmente la relación laboral dando por supuesto, aunque de forma púdicamente velada,  que el contrato sólo vincula al trabajador subordinado, y de adaptar sus cláusulas a la situación de la empresa. En efecto, el empresario tiene la facultad de introducir modificaciones sustanciales de las condiciones de trabajo contractualmente no previstas ni previsibles en el momento constitutivo del contrato. Lo que cuenta es que sean útiles para preservar o aumentar la productividad empresarial y sobre todo que sean decididas por él.
Las decisiones pueden ser adoptadas en una cantidad de materias enunciadas de forma aproximativa por la ley. Desde los sistemas retributivos a la movilidad funcional y geográfica, o la distribución de la jornada laboral. Es cierto que el interesado puede impugnar la decisión y el magistrado ordenar la restitución de la condición injustificadamente cambiada por iniciativa de la contraparte. Pero se puede apostar con seguridad que el trabajador no manifestará nunca su disenso. Ni en la forma de demanda al juzgado, porque los despidos por causas empresariales son facilitados por reglas más permisivas que las señaladas, ni en la forma de dimisión, desincentivada maliciosamente por una indemnización por cese de contrato significativamente inferior a la prevista como indemnización por despido improcedente (20 días de salario en vez de 33, por año de antigüedad).
Si la decisión tiene carácter individual, su ejecutividad se subordina a la previa comunicación al trabajador directamente interesado; si tiene carácter colectivo, para ser ejecutiva, debe ser precedida de un período de consultas con la representación sindical legalmente existente o, si no existe ésta como sucede a menudo en las pequeñas empresas, con una representación ad hoc formada por tres trabajadores “democráticamente elegidos” (¿?) por la plantilla o designados por los sindicatos más representativos, aunque en todo caso y en ausencia de acuerdo, la decisión empresarial producirá los efectos queridos. No parece que la praxis de las modificaciones colectivas con acuerdo pueda difundirse y generalizarse. De hecho, el acuerdo alcanzado equivale a una presunción iuris et de iure de la causa que justifica la modificación, de manera que viene así consolidada.
Es decir que cándido como una paloma y astuto como una serpiente,  el legislador español ha trazado un modelo que no pone límites al dominio de las razones económicas, técnicas, organizativas y productivas evocadas a cada momento, con la reiteración de un mantra. No se ha dado cuenta que con ello ha acabado por decretar la muerte del contrato que instituye la relación de trabajo. A la postre, no hay contrato que se exima del riesgo de circunstancias sobrevenidas que,  siendo diferentes del acontecimiento que haga imposible su cumplimiento, son sin embargo incompatibles con la representación de la realidad que el contratante se ha hecho en el momento en el que ha pactado sus obligaciones. Si bien, a la pregunta “¿quién soporta el riesgo de que la ejecución del contrato de trabajo no se corresponda con las expectativas de éste?” el legislador español responde confiándose por completo a la autodeterminación del empleador. He aquí por qué, en presencia de un corpus de reglas especiales que, como las descritas, se plasman en el principio de la irresistibilidad de las exigencias objetivas de la empresa interpretadas discrecionalmente por el empresario, no se puede sino echar de menos el equilibrio de la tutela que ofrece el derecho común de los contratos. Como hacen todos los Códigos civiles de los distintos países, también el que está vigente en España prohíbe que el aleas contractual se desplace de una de las partes del contrato a la otra, y dispone que el cumplimiento de los contratos no puede ser dejado al arbitrio de una de las partes del mismo.
Una posterior y vistosa excepción al derecho común consiste en la facultad de suspender la eficacia del contrato de trabajo o de reducir las horas trabajadas “mandando a la movilidad” diríamos los italianos, a los empleados en caso de restructuración técnico-organizativa o en casos de coyuntura negativa de mercado provocada por “pérdidas actuales” o incluso meramente “previstas”, con el consenso colectivo – si se alcanza – y en todo caso sin autorización administrativa. La decisión empresarial es objeto de consultas y de un eventual acuerdo colectivo con una representación sindical (también con la “ad hoc”) blindado por ser ininpugnable salvo que esté viciado de fraude o dolo. En su defecto, se notificará a la autoridad pública competente que, a su vez, la comunicará al ente encargado de reconocer la prestación.
Por otra parte la autonomía negocial no solo es despedazada cuando se expresa a nivel individual. Tampoco la autonomía negocial colectiva goza de respeto alguno. Más aún, su despertar tras el largo sueño franquista ha sido turbado por una irrupción comparable a la que realiza el art. 8 de la ley italiana del 2011, pero aún más devastadora (si ello fuera posible).
En efecto, el legislador no se limita a celebrar la apología de la negociación colectiva de proximidad. Tras haber promovido la derogabilidad del convenio colectivo de ámbito superior por parte de la negociación de empresa, que podrá concluirse “en cualquier momento” incluso en ausencia de cláusulas de reenvío en gran número de materias, se regula cuidadosamente la iniciativa empresarial (motivada con las mismas razones que justifican los despidos colectivos) para desaplicar el convenio colectivo en cuya esfera de eficacia entra la empresa al borde de una crisis, aunque esta solamente se presuma. Un nuevo acuerdo volverá a determinar las condiciones de trabajo tras un “período de consultas”. Si no se llega a un acuerdo, las condiciones de trabajo serán fijadas por un laudo pronunciado por un arbitraje obligatorio. ¡Ah, qué no se haría para procurarse la confianza de los mercados!. Si los estados deudores de la UE fueran a la escuela, no habría ninguna duda: el primero de la clase sería España.
El complejo mecanismo que desarticula a los sindicatos a los que se pide que negocien colectivamente aun sabiendo que podría ser un tiempo desperdiciado,  tiene las propiedades de las “reformas estructurales” en la acepción que muestra Wolfgang Streeck: también éste se encuentra pre-ordenado a la finalidad de eludir, marginar y eliminar a los sujetos “de cualquier orden y grado” esto es, in primis,al sindicato, que se oponen a las dinámicas del mercado. Con toda seguridad, el corpulento mecanismo normativo tiene un olor fuerte de inconstitucionalidad, y de hecho impresiona negativamente el confuso razonamiento del Tribunal Constitucional español que, constituido en amplísima medida por magistrados designados por la derecha parlamentaria, ha rechazado los primeros recursos de inconstitucionalidad de la reforma laboral con la impasibilidad del testigo que ve como apalean a un perro que se está ahogando.
En cualquier caso, no me atrevo a hipotizar que incluso esta problemática solución de la reforma española represente una innovación capaz de producir un efecto – imitación en un país como Italia donde los mass media son tan indulgentes (o desinformados) al punto de alabar de manera desmesurada “el modelo español”. Sólo se que la reforma  gusta en primer lugar porque enfatiza la idea de que el despido por motivos inherentes a las exigencias empresariales no es valorado como una extrema ratio a la que se puede recurrir sólo en circunstancias de especial gravedad, sino como una modalidad de gestión ordinaria de la empresa. Gusta también porque reduce de forma significativa el coste de la extinción del contrato de trabajo que haya sido desautorizada por improcedente ante el control judicial. Ahora el coste se aproxima a la media europea. En vez de 45 días por año de servicio, con un máximo de 42 mensualidades, ahora son 33 días con un tope de 24 meses.
Se comprende por tanto por qué los duelistas del debate que se ha vuelto a abrir  sobre el art. 18 del Estatuto de los Trabajadores italiano reformado por la ley Formero-Monti del 2012 insisten sobre las reglas apenas apuntadas. El caso es que también en Italia tiene éxito la opinión según la cual la recuperación de la economía no puede sino suponer un retroceso de la legalidad en los lugares de trabajo  de la que la readmisión del trabajador injustamente despedido es precisamente parte integrante. Más aún, es su columna central. Tanto lo es que en la enorme área productiva de la que está ausente, la cotidianeidad de la relación laboral se caracteriza por la suspensión de hecho de la tutela legal, porque frente al riesgo de perder fácilmente el puesto de trabajo quien lo ocupa está dispuesto a considerar como un mal menor el sacrificio de todos (o casi) sus otros derechos. Por lo tanto, al arrebatar cualquier legitimidad a la pretensión del empleador de comportarse como señor absoluto del puesto de trabajo, la readmisión constituye la consecuencia más incisiva de la posición que rechaza asignar sistemáticamente prioridad a las exigencias empresariales sobre el interés del empleado a la continuidad de la relación. Pese al énfasis mostrado por el legislador español  su objetividad no es un a priori científico sino el resultado de un cálculo de conveniencia y en consecuencia un juicio sobre la calidad de los intereses en conflicto. Un juicio que, por definición, no es neutral si puede pronunciarlo sólo uno de los interesados. Éste tiene que atribuirse a un sujeto imparcial. Como por definición, lo es el juez, con o sin toga.