viernes, 29 de noviembre de 2013

LA VIOLENCIA POLÍTICA EN LA DICTADURA

LA VIOLENCIA POLÍTICA EN LA DICTADURA FRANQUISTA 1939-1977. La insoportable banalidad del mal.
Autor: Manuel Ortiz Heras. Editorial Bomarzo. Albacete, 2013.

Escribe: Joaquín Aparicio Tovar


El 27 de noviembre ha tenido lugar en la Librería popular de Albacete la presentación del libro que más arriba se indica.  El titular de este blog tuvo el honor de decir unas palabras a modo de presentación, antes de que el autor, protagonista de la noche, dialogase largo y tendido con un público culto, atento y perspicaz. Estas son, más o menos, las palabras de presentación

Eric Hobsbawn dejó escrito: “ El historiador deja la futurología para otros. Pero tiene una ventaja sobre ellos: la historia lo ayuda, si no a predecir el futuro, si a reconocer en el presente lo que es nuevo desde un punto de vista histórico; y, quizá, a partir de aquí, a arrojar cierta luz sobre el futuro”.

Pero, también, podríamos añadir, a identificar lo que en el presente persiste del pasado para su explicación y para que pueda haber una transmisión de la experiencia de generaciones pasadas hacia las sucesivas a fin de de construir un futuro mejor, un futuro de progreso, no de regresiones.

Este libro de Manuel Ortiz ayuda a comprender mejor la persistencia de rasgos del franquismo incrustados en el sistema político actual, que a muchos ya les cuesta llamar democrático. Es un libro escrito por un historiador, pero no está dirigido a un público académico que tiene la historia como objeto de su profesión. Pero es un libro de historia, escrito con todo el rigor científico, al que se la ha dado una forma que ha reducido hasta lo imprescindible el aparato bibliográfico a pié de página para facilitar su lectura a los no especialistas.

Su tesis central es que en el régimen franquista “la violencia se manifestó de forma poliédrica y mutó a lo largo de aquellos cuarenta años porque no fue exclusivamente un instrumento de la dictadura en la inmediata posguerra sino una característica del régimen que duró hasta sus últimos momentos, llegando a impregnar todos los aspectos de la vida cotidiana de la población”. Está en la esencia del régimen y no fue reactiva, sino premeditada, exaltó una cultura de la violencia, como el fascismo italiano y nazismo alemán, que pervivió a lo largo de toda su existencia. Los bandos y ordenes de Queipo de Llano, reproducidos en el libro, son claros: “ Serán pasados por las armas, sin formación de causa, las directivas de las organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existan y en el caso de no darse con tales directivas, serán ejecutados en número igual de afiliados, arbitrariamente elegidos”, como lo son también las instrucciones del director de la sublevación militar, Emilio Mola: “ Se tendrá en cuenta que la acción ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al enemigo”…”¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el exterminio de los enemigos de España”…”Hay que sembrar el terror. Hay que dejar sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros”. 

En el libro se muestran las distintas formas que adoptó la violencia y cómo se fue adaptando a los cambios sociales y económicos y a la propia evolución del régimen. La violencia impregno toda la vida cotidiana de la población y produjo una socialización del miedo, un “miedo paralizante”. La población acosada fijó su prioridad en la supervivencia.

Es falsa la idea de que el régimen fue violento al principio y luego se hizo apacible convirtiéndose en una “dictablanda”. El autor muestra como Julián Grimau fue el último torturado y asesinado tras la pantomima de un juicio militar, en 1963, por hechos supuestamente ligados a la Guerra Civil, pero la violencia permanece y reprime protestas que ya no están ligadas a sucesos del periodo de la guerra, sino son fruto de los cambios socioeconómicos. Pero el régimen sigue con la exaltación de la cultura violenta y la mística de la guerra y los caídos de su bando, con cuya memoria se quiere justificar la continuidad de la represión de los opositores. 
El libro explica tanto las diversas formas de violencia, como los cambios que se iban produciendo según los distintos periodos históricos. Así, en la postguerra o fase de consolidación del régimen hay una violencia brutal y extremada ejercida tanto por el ejército, constituido como instrumento esencial de la represión, como por bandas de civiles fascistas alentadas y protegidas por el ejército, las fuerzas represivas y los oligarcas. Solo entre 1939 hasta el 1944 se calcula tuvieron lugar 250.000 ejecuciones, en un país que estaba en torno a los 24.000.000 de habitantes. Una cifra espeluznante. A esas ejecuciones hay que sumar las muertes por desnutrición, enfermedades, los exilados y las cárceles llenas. España era un enorme penal. Muchas personas sospechosas de no ser afectas al régimen, y que  no estaban en la cárcel, tenían sobre si la espada de Damocles de los Expedientes de Responsabilidades Políticas que daban lugar a la depuración de los cuerpos de funcionarios, cosa que ocurrió con muchos maestros y profesores de enseñanzas medias y de universidad, o daban lugar al expolio de los bienes y la condena a la miseria. Se buscaba crear y mantener en la gente una sensación de incertidumbre. Después la violencia fue cambiando, pero no cedió. El franquismo, sostenido sobre todo por los Estados Unidos, el Vaticano y Gran Bretaña, se vio favorecido por el anticomunismo de la guerra fría y siguió practicando una violencia atroz. Por ejemplo, entre 1954 y 1963 hubo 50 ejecuciones por delitos políticos.

En el llamado desarrollismo, el régimen ya se ha consolidado, por eso no necesita la extremada violencia de los primeros años, pero siguió siendo implacable, aunque la violencia era más “aleatoria”, lo que servía para extender un miedo difuminado en la población. Se repetían los asesinatos y muertes por disparos de la policía y las torturas en las comisarias (Billy el niño es solo uno de los muchos torturadores de esa época). 

El periodo llamado de la transición  (de 1975, fecha de la muerte del dictador, a finales de 1978, fecha de promulgación de la Constitución) se ha presentado como modélico y pacifico. Nada más lejos de la realidad, como nos muestra este libro. Por ejemplo, hay más de 60 muertos por disparos de la policía entre 1975 y 1982. Por eso, con todo acierto este libro lleva la violencia franquista hasta 1977, porque con la muerte del dictador no murió la dictadura. La violencia en esta fase se centró mucho en la represión de conflictos sociolaborales. Llama la atención la cifra de 2.745 detenidos por motivos políticos y sociales entre enero de 1977 y marzo de ese mismo año, siendo ministro Martín Villa.

Aunque no está explícitamente dicho en el libro, hay algo en este periodo que recuerda la primera la fase de la guerra y postguerra, cual es que la violencia se ejerce tanto por las Fuerzas de Orden Público como por bandas de ultraderechistas fascistas que actuaban en complicidad y tolerancia con la policía, como fue el caso de la masacre de los Abogados de Atocha.

Los aspectos más brutales de la violencia franquista estaban acompañados de otras manifestaciones. El autor describe muy bien la violencia administrativa, pues para muchas cosas de la vida cotidiana, como el permiso de conducir o la obtención del pasaporte, era necesario un certificado de buena conducta expedido por la policía, que en muchos casos no se le daba a un peticionario, pero sin resolución formal denegatoria y así quedaba en una situación de espera desesperante. Ahora este tipo de violencia asoma las orejas con la nueva ley de seguridad ciudadana que el PP va a tramitar en las Cortes. También describe la violencia moral, en la que tenía un papel relevante la Iglesia Católica desde el púlpito y el confesionario y, sobre todo, estableciendo la moral que celosamente los poderes civiles se encargaban de hacer cumplir. Esa violencia llevaba aparejada la violencia de género con un aplastante machismo que impregnaba toda la vida y masacraba la libertad de las mujeres. La cultura y la educación fueron blanco directo de la represión franquista, que traba imponer los valores más tradicionales tratando de exterminar los de la cultura y educación que  la República llevó adelante.
La violencia laboral fue especialmente dura. A los salarios de hambre se añadían la criminalización de los sindicatos y de la acción colectiva y el autoritarismo en la empresa. El franquismo veía al proletariado, producto de la modernización que socavaba las bases del sistema oligárquico tradicional, como un enemigo por la osadía de expresar sus aspiraciones de emancipación, especialmente en la II República. La explotación del trabajo de los reclusos mediante las Colonias Penitenciarias Militarizadas y los Batallones de Trabajo son especialmente elocuentes. Se utilizó el trabajo de los reclusos para hacer obras públicas y para ponerlo al servicio de empresas privadas. Entre 1939 y 1946 los beneficios ascendieron a 100.000 millones de pesetas de las de entonces. Una cantidad enorme. Todavía en los años 70, podemos leer en este libro, el constructor Banús se aprovechó de este sistema. Se disparaba a los trabajadores que repartían octavillas llamando a una huelga y se condenaba a duras penas de prisión a quienes constituían sindicatos clandestinos, como es el caso de los condenados de las Comisiones Obreras en el sumario 1001, en diciembre de 1973.

La justicia fue elemento esencial en la violencia franquista y hoy padecemos las consecuencias de que no hubiera una reconversión este aparato del Estado. Todos los jueces comprometidos en la represión siguieron en sus puestos y promocionaron con posterioridad. Era una justicia de clase, que en la jurisdicción penal castigaba con inusitada dureza delitos de hurto y robo que muchos de ellos eran producto de la necesidad y la pobreza.

Tras lo leído en este libro, cabe pensar que todas estas manifestaciones de violencia dieron lugar a que el régimen franquista, usando la mentira sostenida sobre el miedo, instaló en una parte de la población una representación falsa sobre la realidad de España y sobre su carácter profundamente violento que hoy todavía se pretende mantener. Esa violencia trata de extirpar los valores de emancipación puestos en circulación por la Ilustración, a los que considera antiespañoles, como ya hemos visto que decía Mola.

El pensamiento totalitario está presente en el discurso de alguien como el presidente Rajoy cuando dice que “los españoles” apoyan sus medidas, cuando lo cierto es que solo una minoría le ha votado. Pero los otros, aun mayoría, no deben de ser españoles, españoles de bien. Es la vieja idea franquista de la antiespaña. También asoma el pensamiento totalitario cuando se pone por encima de la libertad y la igualdad el orden, una determinada manera de entender la seguridad y la posesión de algunos bienes materiales individuales, aunque sean modestos, como cada día vemos más en el discurso oficial y en las leyes que se están promulgando. Pero para que esos valores se instalen hoy en amplias capas de la población, a parte de la utilización de los medios de persuasión para crear opinión, es importante que siga funcionando la falsa representación del franquismo a la que se acaba de aludir. Una representación que para que funcione necesita banalizar la extremada violencia en la que se instaló de modo permanente. Es lo que se hace cuando se dice que la violencia solo existió en los primeros años, pero que fue reactiva y semejante a la violencia republicana y, además,  se oculta la que siguió. Por eso es tan oportuno el subtitulo de este libro que no es una mera cita culterana de Hannah Arendt. 


martes, 5 de noviembre de 2013

¿PORQUÉ HABLAN DE SOSTENIBILIDAD CUANDO EN REALIDAD SON RECORTES DE LA PENSIÓN DE JUBILACIÓN?



Todo hace pensar que el Proyecto de Ley reguladora del Factor de Sostenibilidad y del Índice de Revalorización del Sistema de Pensiones de la Seguridad Social, hoy en trámite en Congreso, se convertirá en Ley con los votos del PP y el rechazo de la oposición, como ha ocurrido con otras importantes leyes. Se consumará entonces otro tremendo recorte a los derechos sociales, ahora a la pensión de jubilación. Fuentes del Gobierno ya  lo han cifrado en 33.000 millones de euros, mientras expertos externos consideran que la cifra es mucho mayor. Será un quebrantamiento claro de la suficiencia de las prestaciones de la Seguridad Social impuesta a los poderes públicos por los artículos 41 y 50 CE y un incumplimiento palmario del programa electoral del partido que sustenta al Gobierno, que se intentan justificar corrompiendo el lenguaje. Se dice que se garantiza la suficiencia de las pensiones, cuando en realidad se reducen, y la sostenibilidad del sistema, que, sin embargo, es puesta en cuestión para justificar el recorte.

Si los poderes públicos tomasen en serio los mandatos constitucionales (“los poderes públicos mantendrán un sistema público de Seguridad Social para todos los ciudadanos, que garantice la asistencia y prestaciones sociales suficientes ante los estados de necesidad”, dice el art. 41 CE)  no habría lugar al debate de la sostenibilidad. Es un debate que está mal enfocado porque se ha desplazado la discusión sobre los medios para cuestionar el fin. La mera duda ya ofende. El mensaje catastrofista de que las pensiones no se podrán pagar en el futuro solo es posible si hay un poder público que incumple sus obligaciones impuestas por la Constitución. La obligación de los legisladores es buscar los medios para cumplir el fin, que no se puede discutir porque la “opción por la Seguridad Social”, para decirlo con palabras de Alonso Olea, ya está tomada por el constituyente de 1978. Pero, además, Seguridad Social no es cualquier cosa, está protegida por una garantía institucional que obliga a preservar sus rasgos esenciales, entre los que hay que destacar la Solidaridad, que no es aquí una palabra hueca de uso propagandístico. Se expresa a través de dos técnicas muy concretas: la ruptura de la relación sinalagmática entre lo que se aporta y lo que se recibe, y la consideración conjunta de contingencias.  

Cuando se habla de ruptura de la relación sinalagmática entre lo aportado y lo percibido se quiere decir que la Seguridad Social es una institución corporativa que crea un ámbito jurídico en el que los sujetos incluidos en su campo de aplicación, a resultas de la posición que ocupen en el mismo, tendrán que soportar cargas (obligaciones) y ventajas (derechos), pero no hay una relación directa entre cargas y ventajas, entre aportaciones y prestaciones. Esa técnica exige, para su correcto funcionamiento, un sistema financiero de reparto, es decir, que lo actuales activos financien las prestaciones de los actuales pasivos, lo que da lugar a una solidaridad intrageneracional (sanos con enfermos), e intergeneracional (jóvenes con viejos). La consecuencia es que la ley establece que la suficiencia de la prestación no está directamente ligada a la capacidad contributiva de los sujetos,  a lo aportado. Es decir, da lugar a que se produzca una redistribución de rentas desde los que más tienen a los que menos tienen. Pero esto lleva al asunto de la contributividad que, tal y como se está entendiendo últimamente, emponzoña el debate de la sostenibilidad y conduce a la inevitabilidad de los recortes. La contributividad no quiere decir otra cosa que los sujetos obligados a hacerlo deben contribuir al sostenimiento del Sistema. Las opciones pueden ser hacerlo mediante impuestos o mediante cuotas calculadas sobre los salarios. Nuestro Sistema, como otros, utiliza un esquema mixto.

Las cotizaciones calculadas sobre los salarios tienen la ventaja de que son finalistas, están afectadas al fin de garantizar las prestaciones. Cuando el art. 86 de la LGSS clasifica las prestaciones, lo hace según su modo de financiación y llama contributivas a las prestaciones económicas que enumera, que se financian “básicamente” con cotizaciones. Pero no está impidiendo otros medios de financiación, como podrían ser los impuestos.  La contributividad correctamente entendida se debe predicar entonces del conjunto del Sistema, pero no de la relación de cotización y la relación de prestación de cada sujeto individual, que hay que insistir, son independientes.   

Pero la contributividad da un viraje hacia lo individual cuando se la acompaña de los criterios de proporcionalidad, entendida no con un postulado de ponderación,  y de equidad alejada de la idea aristotélica. Desde 1997 la equidad no es más que un reforzamiento de la proporcionalidad entendida como relación directa entre lo aportado y lo percibido por cada sujeto individual, que no tiene en cuenta la redistribución de rentas y, por tanto, se aleja de la solidaridad. El juego combinado de la proporcionalidad, la equidad y la  contributividad que se hace ahora supone introducir un razonamiento propio de los sistemas de capitalización dentro de uno de reparto e induce al equívoco (aunque solo lo sea en la mentalidad de los sujetos protegidos) de una restauración de la relación silagmática entre cuota y prestación, cosa que está vedada en Seguridad Social.

Diseñar un Factor de Sostenibilidad, como hace el proyecto citado, sin preguntarse  sobre la suficiencia de la prestación, sino como explícitamente se decía en el Informe de los expertos nombrados “ad hoc” por el Gobierno (p.30), “nace para moderar el crecimiento de las pensiones si los recursos del sistema no son capaces de soportar un crecimiento mayor”, y al tiempo se mueve en la idea de financiación por cuotas y la de contributivitividad que se acaba de señalar, es evidente que tiene que llevar al equilibrio presupuestario  de la LO 2/2012, de 27 de abril, por la vía de la reducción de las prestaciones individuales, cosa que ya estaba predeterminada al utilizar los falsos argumentos de la demografía y el déficit. En la Exposición de Motivos del Proyecto puede leerse que “en 1900, la esperanza de vida de los españoles con 65 años era de unos 10 años, mientras que en la actualidad es de 19 años […] en cifras absolutas, el número de pensiones que se prevé para el año 2052 pasaría de los 9 millones actuales a 15 millones”, es decir, un incremento del 66,7 % en cuarenta años, pero con manifiesta insustanciabilidad pasa por alto que “desde 1900 la riqueza de nuestro país ha crecido 24 veces y la población tan solo una vez y media” y no tiene en cuenta que, aun en el supuesto de que los datos de 2052 coincidieran con las previsiones (lo que es más que dudoso), en sí mismo eso no sería un problema, como no lo fue que en solo 20 años  (desde 1985 a 2005) hubiera un incremento de personas mayores de 65 años  del 77 %, pero no hubo especiales problemas porque los ocupados fueron un 72 % más en ese mismo periodo.

El déficit actual de la Seguridad Social debe encararse mejorando los ingresos del Sistema y para ello, entre otras muchas actuaciones, se deben, en primer lugar, mejorar los salarios, se deben incentivar los convenios de sector, frente a la tendencia actual de favorecer el convenio de empresa o, simplemente, la de no negociar convenios. Los salarios en España son escandalosamente bajos. El salario medio en 2013 se ha situado en 1639 € al mes. Un 15%  inferior a la media europea. Pero el que cobran la mayoría de los trabajadores es mucho más bajo porque las diferencias salariales son notables. La caída del poder adquisitivo desde 2012 ha sido 2,3%. Estos datos son coherentes con que desde 2012 la participación de las rentas del trabajo en el PIB ha caído por debajo del 50%, mientras que las del capital han superado esa cifra, con el consiguiente aumento de la desigualdad. Y, sobre todo, se ha de cambiar la política económica para conseguir el pleno empleo, que es un objetivo voluntariamente abandonado por las élites económicas y políticas en el poder en España y en Europa.    

El Factor de Sostenibilidad se define en el Proyecto como “un instrumento que con carácter automático permite vincular el importe de las pensiones de jubilación del sistema de la Seguridad Social a la evolución de la esperanza de vida de los pensionistas, a través de la fórmula que se regula en esta norma, ajustando las cuantías que percibirán aquellos que se jubilen en similares condiciones en momentos temporales diferentes”.  Es un razonamiento propio del seguro y no de Seguridad Social. Viene a decirse que, dado que los longevos se aprovechan más del Sistema, hay que penalizarles con un coeficiente reductor en el cálculo inicial de su pensión. Lo sorprendente es que se dice que eso se hace por equidad, porque los que se jubilaron antes tienen una esperanza de vida menor y se aprovecharan menos del sistema. Pero esto es pasar de la contributividad general a la individual e ir en contra de la esencial idea de la sociabilidad del riesgo al culpabilizar al anciano de serlo. Habría que recordar, además, que la esperanza de vida no quiere decir que los sujetos protegidos, que son siempre personas de carne y hueso, vayan a vivir esos años, algunos ni de lejos lo harán. Las diferencias de clase, de género, de profesión se dejarán sentir. En concreto, puesto que las mujeres tienen una esperanza de vida más larga que los hombres, serán penalizadas, lo que con casi total seguridad es un caso de discriminación indirecta prohibida.  

El proyecto de ley, como hacía el Informe de los expertos del Gobierno, pretende cambiar, para la revalorización de las pensiones, la referencia al Índice de Precios al Consumo (hoy en el art. 48 de la Ley General de la Seguridad Social) por el nuevo Índice de Revalorización, lo que solo puede explicarse por el deseo de conseguir desde 2014 el recorte de las pensiones y el consiguiente ahorro en las mismas.  El nuevo Índice tomaría en cuenta determinadas variables a las que se aplica un llamado factor alfa fijado discrecionalmente cada 5 años  y que oscila entre un 0,25 y un  0,33. El incremento de las pensiones no podrá ser inferior al 0,25 por 100, ni superior al 0,25 por 100 del IPC. Esto es alejarse de la aspiración a la suficiencia de la prestación establecida en la Constitución y contrario al art 12.3 de la Carta Social Europea (ratificada por España) que dice así: “Para garantizar el ejercicio efectivo del derecho a la seguridad social, las Partes Contratantes se comprometen: A  esforzarse por elevar progresivamente el nivel del régimen de seguridad social....”

El problema no está en la sostenibilidad, sino en la suficiencia de las pensiones. Quién está en la miseria, de facto no tiene derechos. En España el 70 % de las pensiones medias contributivas no llegan a 1000€ al mes (un 25% más baja que la media de la UE), la pensión media de jubilación es de 972,15€ al mes, un 59,5 % € del salario medio, la pensión asistencial no puede ser superior a 5.108,6€ al año (unos 426€ al mes) y el 26 % de los hogares tienen por referencia a un pensionista. Con este panorama salarial y de pensiones y con  el desempleo en el 26 %, introducir un Factor de Sostenibilidad y un Índice de Revalorización  que de modo automático traerá una reducción de la pensión, es contrario a lo previsto en nuestra Constitución. Las pensiones en España deben subir y no por ello serán insostenibles. Según datos del Eurostat, en 2010 nuestro gasto en pensiones era de 10,7%  del PIB, mientras que el gasto medio en el UE era del 13%. La presión fiscal en España es del 32,6%, mientras que en la UE es del 40%. Es decir, hay un largo camino que nos queda por recorrer para mejorar las pensiones y alcanzar mayores cotas de igualdad.

Reducir la pensión es un camino para favorecer a la parte más acomodada de la población la huida a los fondos privados de pensiones, es decir, proteger al capital financiero culpable de la desastrosa situación en que nos encontramos. Así hay que entender la previsión de que la aplicación del Factor de Sostenibilidad se difiera a 2019 a fin de que los ciudadanos sean informados y “puedan tomar medidas”. Ya se sabe quiénes pueden hacerlo. Lo que se pretende es dar un paso más en la conversión de la deuda privada (de las entidades financieras sobre todo) en deuda pública. Ya se han destinado al sistema financiero quebrado más de 40.000 millones de euros que no se van a recuperar, como ha informado el presidente del FROB, mientras que el ministro de Economía dijo que no iba a costar nada a los ciudadanos. Esa cantidad ha pasado a engrosar la deuda pública, lo que conlleva a exigir que a los 11.000 millones de recortes en educación y sanidad se añadan ahora los de la pensión de jubilación.