(Lección inaugural del curso italo-latino-americano para expertos en los problemas laborales, organizado por la OIT, la Universidad de Bolonia y la Universidad de Castilla La Mancha. Bolonia, 15 septiembre 2007. La traducción es de José Luis López Bulla y de Antonio Baylos)
Umberto Romagnoli
Llueve sobre el más eurocéntrico de los derechos nacionales. Llueve a cántaros; de hecho, está diluviando. Por eso, desde hace tiempo, los iuslaboralistas de mi generación se sienten como Noé cuando leía el boletín de las previsiones meteorológicas. En realidad, están peor. Mientras el venerable patriarca sabía que podía contar con el apoyo del Señor, y de hecho recobró pronto la sonrisa, a los juristas del trabajo de mi generación les cuesta reencontrarse con el buen humor.
Ni siquiera mi estado emocional brilla como antes. De hecho me estoy convenciendo que si bien no me equivoco pensando que cuando un europeo parte para Latinoamérica se dispone a un viaje más en el tiempo que en el espacio me equivocaba sin embargo, al creer que – llegando al punto de destino – le parecería haber dado un salto atrás de muchos decenios: como si hubiera desembarcado en el pasado del Viejo Continente. La verdad es que, en el curso del último cuarto del siglo XX, han sucedido muchas cosas vertiginosamente. No me refiero solamente a la caída del Muro de Berlín que probablemente constituye el epicentro del movimiento telúrico que ha zarandeado todo el planeta. No aludo sólo a la desindustrialización y terciarización de la sociedad; al desarrollo del capitalismo financiero; a la globalización de la economía y los mercados. No. No me refiero solamente a las macro-mutaciones. Me refiero ante todo a las microdiscontinuidades que acompañan todo ello como un enjambre de abejas, sin permitirme descifrar su alcance ni comprender si se trata de temblores sísmicos o del preludio de un cataclismo todavía incabado.
He ahí una sumaria descripción de las ruinas que están recubriendo la superficie del derecho del trabajo, no sólo del italiano, y cuya estratificación demostra que todo el derecho del trabajo del pasado siglo debe ser tratado como una herencia que debe aceptarse a beneficio de inventario.
1. Los valores del libre mercado -- que habitualmente no eran glorificados por las constituciones elaboradas en la segunda postguerra en aquellos países que promovieron la construcción de la Unión Europea -- han entrado ahora en sus respectivos ordenamientos internos.
2. Una vez compartida por la generalidad de los operadores jurídicos, se ha erosionado la presunción favorable a la subordinación: el trabajo se declina en plural y el autónomo está incrementado su dimensión. Por doquier.
3. Aunque el legislador no ha dejado de compartirla, la presunción favorable a la duración indefinida de la relación del trabajo subordinado, en la práctica está invertida. Si antes era retórico decir que los nuevos contratados entrabana formar parte de una gran familia y estaban invitados a compartir l’esprit maison, ahora es realista afirmar que se sienten como las hojas de un árbol en otoño.
4. Está siendo parcelizado el principio legal de la correspondencia entre el sujeto económico que utiliza la mano de obra y el que tiene la titularidad de las relaciones de trabajo.
5. Aunque su inderogabilidad ha sido siempre un tigre de papel, ahora la norma legal a veces nace para dictar reglas que son más de plastilina que de hierro, imitando el soft-law comunitario donde, como dice Giuliano Amato, hay más ligereza que derecho. Es paradigmática la parábola de la legislación reguladora del tiempo de trabajo, que con sus rigideces marcó el nacimiento del derecho del trabajo, y se ha convertido ahora en la más flexible.
6. Por absoluto que fuera – o así se creía – el valor de la estabilidad de la relación laboral se ha relativizado. Acorralado por el revisionismo de las políticas gubernamentales y por las orientaciones jurisprudenciales –animadas no tanto por el interés de ayudar a la empresa y bajar el coste del trabajo como por la hostilidad ideológica hacia la disposición-símbolo de la ortodoxia iuslaboralista del siglo XX: la que obliga al empleador a reintegrar al trabajador injustamente despedido. Por cierto, si Italo Calvino estuviese todavía con nosotros y le contásemos las vicisitudes del instituto de la readmisión forzosa, que ha estimulado una auténtica revuelta de los hechos contra la norma escrita, el escritor concluiría que el mecanismo de la estabilidad real se parecería más a su Caballero inexistente que a su Barón rampante. Cierto, ninguno de nosotros podía razonablemente esperar que, grácil como era, el instituto de la readmisión habría de dar un motivo válido para reescribir la deprimente historia procesal de la ejecución forzosa de las obligaciones de hacer. Pero pensábamos que su desaparición se habría producido al final de un duelo épico a cara descubierta con un adversario leal e identificable. Y, sin embargo, ha sucedido que la derrota se ha consumado un poco a la vez, por agotamiento y por obra de una multitud imprecisa de desconocidos: ni siquiera el fuego amigo les ha ahorrado golpes mortales.
7. La presunción de que el sindicato no podía no practicar en su interior unas reglas inspiradas (como también querría la Corte Constitucional) “en la valoración del consenso efectivo como medida de democracia”, ha entrado ya en el universo de las presunciones virtuales, en un equilibrio inestable entre ideología y apología. Por contra, un extenso proceso de mutación antropológico-cultural ha descubierto lo que Massimo D’Antona denominaba “lo no-dicho del estatuto de los trabajadores”. Sin embargo, incluso si se colmara la laguna e, incluso, si se formularan unas normas que definieran la legitimación de los representantes sindicales y la posición de los representados respecto a aquellos, aún quedaría la duda de que ello no bastaría para volver a dar un espacio a los protagonismos colectivos en una situación donde domina una visión darwinista de la sociedad, una sociedad competitiva y adquisitiva, una sociedad molecular.
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