El estruendo que produjo el desplome de importantes entidades financieras en todo el mundo (sobretodo en Estados Unidos) enmudeció a los voceros que machaconamente habían estado salmodiando las ventajas indudables mercado no regulado y exaltando la recuperación del individuo en su actuar libre de trabas impuestas por la ley o los convenios colectivos. Al mismo tiempo surgieron algunas voces que interrogaban por los responsables del estropicio de la crisis. Ahora se ve que aquel enmudecimiento fue momentáneo y el coro liberal ha vuelto a entonar su vieja canción. Pero sigue sin respuesta la pregunta de quienes son los responsables de la crisis. No hablamos, claro está, de los que han cometido delitos, que por cierto no parece que sean muchos (Madoff y pocos mas), sino de los que con sus acciones (la creación intelectual es también un modo de actuar) han provocado estados de necesidad a tanta gente. Si fuéramos capaces de identificarlos, entonces podríamos exigirles responsabilidades. Pero el capitalismo se caracteriza por la creación de una red de artilugios jurídico-económicos cuya finalidad es precisamente la disolución o limitación de la responsabilidad de las personas físicas que tienen el poder económico (desde la invención de las sociedades anónimas a la moderna ingeniería de “externalizaciones”). Los sujetos actuantes en el tráfico económico se parapetan tras unos entes que solo gramaticalmente adquieren sustantividad: los mercados. Los mercados (¿quiénes son esos mozos? podríamos decir parafraseando a Sánchez Ferlosio) son los que han hecho y desecho (más bien esto último) y por tanto ellos serían los responsables…es decir, nadie. Sin embargo el coro liberal está ya identificando a los que deben apechugar con las consecuencias de la crisis, o lo que es lo mismo los que deben de responder, aunque, ¡que gran paradoja! no sean los causantes de la misma: los trabajadores.
Hay un acuerdo unánime en que los orígenes de la crisis no están en la legislación laboral protectora del trabajo, por el contrario en las enormes desigualdades sociales y económicas que las políticas liberales han generado en todo el mundo hay que buscar uno de sus detonantes. En los últimos años, como pone de manifiesto el informe sobre el trabajo en el mundo de octubre de 2008 publicado por la OIT, la erosión de los derechos sociales ha dado lugar a que la brecha entre los que más y menos ganan se haya agrandado en el mundo, también en Europa y en España. Los responsables hay que buscarlos en quienes han propugnado esas políticas desreguladoras y en los organismos, dirigidos por personas con nombre y apellidos, que las han impulsado (Fondo Monetario Internacional, Banco Mundial, Comisión Europea o determinados gobiernos nacionales).
No se trata de exigir que todos esos responsables se vistan con tela se saco y con ceniza en la cabeza caminen a pié hacia los desiertos para convertirse anacoretas, pero, al menos, podemos exigirles que guarden prudente silencio ante tantos daños causados a tanta gente. Con estupor, sin embargo, estamos viendo que no es así. Tras unos meses de silencio los teólogos del liberalismo vuelven a la carga. También ellos aceptan que la legislación laboral no está en el origen de la crisis pero con gran inconsecuencia lógica propugnan que la salida a la actual situación debe de hacerse introduciendo en nuestra ordenamiento jurídico un imposible constitucional: el despido sin causa, un despido que aumentaría las desigualdades en la relación de trabajo. El argumento es muy manido y tiene que ver con una visión muy estrecha del despido como un mero asunto de costes económicos para el empresario, que parte de la premisa de que el despido en España es caro. Premisa falsa. El despido en España no es caro. Por ejemplo, el despido disciplinario procedente tiene coste económico cero para el empresario ¿Porqué? Porque hay justa causa para despedir. El despido disciplinario improcedente (que es en el que están pensando siempre) implica pagar una indemnización de 45 días por año de servicio con un máximo de 42 mensualidades. Pero es que se trata de un despido en el que un juez ha dicho que no hay razón para despedir, es un despido arbitrario, y, aún así, el empresario se obstina de modo pertinaz en mantener su voluntad. Es poco lo que tiene que pagar si se tienen en cuenta los daños que el trabajador puede sufrir con la pérdida arbitraria de su trabajo. Pero hablar en estos términos es adentrarse en el terreno de la justicia, un campo semántico ajeno a quienes propugnan el despido sin causa, que, de ese modo incurren en el olvido esencial de que el pacto en el que se asienta nuestra convivencia es el pacto constitucional y nuestra Constitución se preocupa de la justicia y de la igualdad, pues no en vano en su art. 1 las declara valores superiores de nuestro ordenamiento jurídico. Las garantías contra el despido sin causa tienen que ver, con toda coherencia, con la justicia y, por ello están contenidas en el art. 35 de la Constitución tal y como ha declarado el Tribunal Constitucional. La crisis actual debe servir para corregir las carencias todavía muy presentes en la sociedad española, y muy lacerantemente sentidas por una gran parte de la población, en el camino de alcanzar cotas más altas de justicia e igualdad, no para rebajarlas.
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