Una
historiografía muy asentada atribuye al derecho del trabajo un rol de pedagogía
de masas, sosteniendo, no sin razón, que habría educado a multitud de artesanos
desplazados por la irrupción de la gran manufactura y a campesinos no del todo
campesinos, en la idea que la cosa más conveniente que se pudiera hacer sería
la de no secundar el sentimiento de justicia ofendido por las formas de
dependencia impuestas por el capitalismo moderno en los lugares de
producción extraños a los esquemas cognitivos sedimentados en la memoria
colectiva de las generaciones precedentes. Al contrario, convenía inventarse el
modo de prepararse para luchar contra la desigualdad ridiculizada por George
Orwell : respecto de su subordinado, el empleador es “más” igual. Sea en el
momento en el que estipula el contrato o bien en la fase de ejecución de la
relación que deriva de éste. Por ello el horizonte de sentido en el que se ha
desarrollado el derecho del trabajo del siglo XX estaba marcado por la
aceptación compartida de una exigencia propia de los países más prósperos y
lustrosos protagonistas de la revolución industrial: la de atenuar los efectos
de la asimetría estructural que está en el origen de una supremacía de hecho enemiga
del principio de igualdad tan querido por la cultura jurídica (no solo)
liberal-democrática. Hoy, sin embargo, los neoliberales no pueden oír hablar de
ello sin que les acometan mareos. En efecto, aun glorificando la autonomía
negocial de los individuos como símbolo y a su vez vehículo de libertad,
querrían persuadirnos de que el retorno a un decisionismo empresarial lo menos
condicionado posible, y por consiguiente la negación de la contractualidad
misma, acabará por beneficiar al propio trabajador.
“Esta
– escriben los autores del preámbulo de una importante ley española del 2012 –
es una reforma en la que ganan todos porque se propone satisfacer más y mejor
los legítimos intereses de todos”.
Entonces
será por eso que concede al empleador la posibilidad de administrar
unilateralmente la relación laboral dando por supuesto, aunque de forma
púdicamente velada, que el contrato sólo vincula al trabajador
subordinado, y de adaptar sus cláusulas a la situación de la empresa. En
efecto, el empresario tiene la facultad de introducir modificaciones
sustanciales de las condiciones de trabajo contractualmente no previstas ni
previsibles en el momento constitutivo del contrato. Lo que cuenta es que sean
útiles para preservar o aumentar la productividad empresarial y sobre todo que
sean decididas por él.
Las
decisiones pueden ser adoptadas en una cantidad de materias enunciadas de forma
aproximativa por la ley. Desde los sistemas retributivos a la movilidad
funcional y geográfica, o la distribución de la jornada laboral. Es cierto que
el interesado puede impugnar la decisión y el magistrado ordenar la restitución
de la condición injustificadamente cambiada por iniciativa de la contraparte.
Pero se puede apostar con seguridad que el trabajador no manifestará nunca su
disenso. Ni en la forma de demanda al juzgado, porque los despidos por causas
empresariales son facilitados por reglas más permisivas que las señaladas, ni
en la forma de dimisión, desincentivada maliciosamente por una indemnización
por cese de contrato significativamente inferior a la prevista como
indemnización por despido improcedente (20 días de salario en vez de 33, por
año de antigüedad).
Si
la decisión tiene carácter individual, su ejecutividad se subordina a la previa
comunicación al trabajador directamente interesado; si tiene carácter
colectivo, para ser ejecutiva, debe ser precedida de un período de consultas
con la representación sindical legalmente existente o, si no existe ésta como
sucede a menudo en las pequeñas empresas, con una representación ad hoc formada por tres trabajadores
“democráticamente elegidos” (¿?) por la plantilla o designados por los
sindicatos más representativos, aunque en todo caso y en ausencia de acuerdo,
la decisión empresarial producirá los efectos queridos. No parece que la praxis
de las modificaciones colectivas con acuerdo pueda difundirse y generalizarse.
De hecho, el acuerdo alcanzado equivale a una presunción iuris et de iure de la causa que justifica la
modificación, de manera que viene así consolidada.
Es
decir que cándido como una paloma y astuto como una serpiente, el
legislador español ha trazado un modelo que no pone límites al dominio de las
razones económicas, técnicas, organizativas y productivas evocadas a cada
momento, con la reiteración de un mantra. No se ha dado cuenta que con ello ha
acabado por decretar la muerte del contrato que instituye la relación de
trabajo. A la postre, no hay contrato que se exima del riesgo de circunstancias
sobrevenidas que, siendo diferentes del acontecimiento que haga imposible
su cumplimiento, son sin embargo incompatibles con la representación de la
realidad que el contratante se ha hecho en el momento en el que ha pactado sus
obligaciones. Si bien, a la pregunta “¿quién soporta el riesgo de que la
ejecución del contrato de trabajo no se corresponda con las expectativas de
éste?” el legislador español responde confiándose por completo a la
autodeterminación del empleador. He aquí por qué, en presencia de un corpus de reglas especiales que, como las
descritas, se plasman en el principio de la irresistibilidad de las exigencias
objetivas de la empresa interpretadas discrecionalmente por el empresario, no
se puede sino echar de menos el equilibrio de la tutela que ofrece el derecho
común de los contratos. Como hacen todos los Códigos civiles de los distintos
países, también el que está vigente en España prohíbe que el aleas contractual se desplace de una de las
partes del contrato a la otra, y dispone que el cumplimiento de los contratos
no puede ser dejado al arbitrio de una de las partes del mismo.
Una
posterior y vistosa excepción al derecho común consiste en la facultad de
suspender la eficacia del contrato de trabajo o de reducir las horas trabajadas
“mandando a la movilidad” diríamos los italianos, a los empleados en caso de
restructuración técnico-organizativa o en casos de coyuntura negativa de
mercado provocada por “pérdidas actuales” o incluso meramente “previstas”, con
el consenso colectivo – si se alcanza – y en todo caso sin autorización
administrativa. La decisión empresarial es objeto de consultas y de un eventual
acuerdo colectivo con una representación sindical (también con la “ad hoc”)
blindado por ser ininpugnable salvo que esté viciado de fraude o dolo. En su
defecto, se notificará a la autoridad pública competente que, a su vez, la
comunicará al ente encargado de reconocer la prestación.
Por
otra parte la autonomía negocial no solo es despedazada cuando se expresa a
nivel individual. Tampoco la autonomía negocial colectiva goza de respeto
alguno. Más aún, su despertar tras el largo sueño franquista ha sido turbado
por una irrupción comparable a la que realiza el art. 8 de la ley italiana del
2011, pero aún más devastadora (si ello fuera posible).
En
efecto, el legislador no se limita a celebrar la apología de la negociación
colectiva de proximidad. Tras haber promovido la derogabilidad del convenio
colectivo de ámbito superior por parte de la negociación de empresa, que podrá
concluirse “en cualquier momento” incluso en ausencia de cláusulas de reenvío
en gran número de materias, se regula cuidadosamente la iniciativa empresarial
(motivada con las mismas razones que justifican los despidos colectivos) para
desaplicar el convenio colectivo en cuya esfera de eficacia entra la empresa al
borde de una crisis, aunque esta solamente se presuma. Un nuevo acuerdo volverá
a determinar las condiciones de trabajo tras un “período de consultas”. Si no
se llega a un acuerdo, las condiciones de trabajo serán fijadas por un laudo
pronunciado por un arbitraje obligatorio. ¡Ah, qué no se haría para procurarse
la confianza de los mercados!. Si los estados deudores de la UE fueran a la escuela, no
habría ninguna duda: el primero de la clase sería España.
El
complejo mecanismo que desarticula a los sindicatos a los que se pide que negocien
colectivamente aun sabiendo que podría ser un tiempo desperdiciado, tiene
las propiedades de las “reformas estructurales” en la acepción que muestra
Wolfgang Streeck: también éste se encuentra pre-ordenado a la finalidad de
eludir, marginar y eliminar a los sujetos “de cualquier orden y grado” esto es, in primis,al sindicato, que se
oponen a las dinámicas del mercado. Con toda seguridad, el corpulento mecanismo
normativo tiene un olor fuerte de inconstitucionalidad, y de hecho impresiona
negativamente el confuso razonamiento del Tribunal Constitucional español que,
constituido en amplísima medida por magistrados designados por la derecha
parlamentaria, ha rechazado los primeros recursos de inconstitucionalidad de la
reforma laboral con la impasibilidad del testigo que ve como apalean a un perro
que se está ahogando.
En
cualquier caso, no me atrevo a hipotizar que incluso esta problemática solución
de la reforma española represente una innovación capaz de producir un efecto –
imitación en un país como Italia donde los mass
media son tan indulgentes (o
desinformados) al punto de alabar de manera desmesurada “el modelo español”.
Sólo se que la reforma gusta en primer lugar porque enfatiza la idea de
que el despido por motivos inherentes a las exigencias empresariales no es
valorado como una extrema
ratio a la que se puede
recurrir sólo en circunstancias de especial gravedad, sino como una modalidad
de gestión ordinaria de la empresa. Gusta también porque reduce de forma
significativa el coste de la extinción del contrato de trabajo que haya sido
desautorizada por improcedente ante el control judicial. Ahora el coste se
aproxima a la media europea. En vez de 45 días por año de servicio, con un
máximo de 42 mensualidades, ahora son 33 días con un tope de 24 meses.
Se
comprende por tanto por qué los duelistas del debate que se ha vuelto a
abrir sobre el art. 18 del Estatuto de los Trabajadores italiano
reformado por la ley Formero-Monti del 2012 insisten sobre las reglas apenas
apuntadas. El caso es que también en Italia tiene éxito la opinión según la
cual la recuperación de la economía no puede sino suponer un retroceso de la
legalidad en los lugares de trabajo de la que la readmisión del
trabajador injustamente despedido es precisamente parte integrante. Más aún, es
su columna central. Tanto lo es que en la enorme área productiva de la que está
ausente, la cotidianeidad de la relación laboral se caracteriza por la
suspensión de hecho de la tutela legal, porque frente al riesgo de perder
fácilmente el puesto de trabajo quien lo ocupa está dispuesto a considerar como
un mal menor el sacrificio de todos (o casi) sus otros derechos. Por lo tanto,
al arrebatar cualquier legitimidad a la pretensión del empleador de comportarse
como señor absoluto del puesto de trabajo, la readmisión constituye la
consecuencia más incisiva de la posición que rechaza asignar sistemáticamente
prioridad a las exigencias empresariales sobre el interés del empleado a la
continuidad de la relación. Pese al énfasis mostrado por el legislador
español su objetividad no es un a
priori científico sino el
resultado de un cálculo de conveniencia y en consecuencia un juicio sobre la
calidad de los intereses en conflicto. Un juicio que, por definición, no es
neutral si puede pronunciarlo sólo uno de los interesados. Éste tiene que
atribuirse a un sujeto imparcial. Como por definición, lo es el juez, con o sin
toga.
1 comentario:
Es verdaderamente complejo el asunto de la reforma laboral, más bien polémico, para todos los que entre las carreras universitarias escogimos abogacía y esta orientación, un tema apasionante.
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