Manuel Ramón ALARCÓN CARACUEL
Catedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social
Universidad de Sevilla.
Lo que acabo de escribir es, desde luego, una perogrullada. Sin embargo, a la vista de cómo se está planteando en las últimas semanas el debate sobre la edad de jubilación por parte de algunos intervinientes en el mismo, quizás no sea inoportuno recordar cosas esenciales como ésa. En efecto, la jubilación es el derecho que tiene toda persona a descansar tras una larga vida entregada al trabajo en beneficio propio y de la sociedad y de que ésta le garantice una subsistencia digna hasta el fin de sus días. Nuestra Constitución es terminante al respecto: “Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad”, dice su artículo 50. Por lo tanto, cualquier planteamiento que parta de cuestionarse si en el año 2040 o 2050 se van a poder pagar o no las pensiones –suficientes y actualizadas, por cierto- es completamente erróneo: si obedecemos a la Constitución, las pensiones habrá que pagarlas, y punto. Otra cosa es indagar cual es la mejor fórmula de financiación para facilitar el cumplimiento de ese deber constitucional: con cotizaciones, con otros impuestos o, lo que seguramente es preferible, con fórmulas mixtas.
Observemos ahora que la Constitución habla de la “tercera edad” y, como es lógico, no fija la frontera que delimita esa franja de nuestra vida: eso es competencia del legislador ordinario. Por ello es perfectamente lícito discutir si esa frontera puede situarse en los 65 años o en los 67 o en los 70 o, ¿por qué no? en los 60 o, mejor todavía, en una franja que vaya, por ejemplo, de los 60 a los 70 y que se concretaría para cada caso en función de una serie de parámetros: tipo de profesión ejercida, años de cotización acreditados, avances de la medicina que hacen mejorar la calidad de vida y las aptitudes de las personas mayores, diversas circunstancias personales del sujeto que aspira a jubilarse, etc. etc. Como digo, eso es perfectamente lícito y conveniente. Pero lo que me parece un despropósito es el tono malthusiano con el que se ha abordado esta cuestión por quienes han convertido un dato enormemente positivo –el progresivo aumento de la esperanza de vida- en un conjunto de vaticinios agoreros sobre la sostenibilidad de nuestro sistema de protección social que nos abocaría poco menos que a tener que pedir disculpas por seguir viviendo más allá de los 70 años. Veamos esto con un poco más de detalle.
He dicho hace un momento ¿por qué no a los 60? No es que yo proponga esa edad de jubilación como regla general: ya he dicho que, en mi opinión, la edad debe ser flexible. Pero tampoco se trata de una provocación sino simplemente de un elemento para la reflexión. Piénsese lo siguiente: una persona que empiece a trabajar a los 16 años (lo que, dicho sea de paso, me parece una barbaridad) y tenga la suerte –hasta ahora no infrecuente- de poder continuar trabajando ininterrumpidamente toda su vida, a los 60 años habrá trabajado y cotizado a la Seguridad Social la friolera de cuarenta y cuatro años. ¿Alguien se siente legitimado para negar a esa persona que pueda jubilarse y disfrutar de su pensión durante, por ejemplo, quince años? Yo, desde luego, no. Y recuérdese que, hoy por hoy, con treinta y cinco años de cotización ya se alcanza el cien por cien de la base reguladora que sirve de cálculo para la pensión. Es obvio que a la Seguridad Social no le resulta indiferente pagar una pensión durante 5 años (jubílese a los 65 y muérase a los 70, sería la receta) que durante 15 años, sea de los 60 a los 75 o de los 65 a los 80 o cualquier otro período. Pero es que, como Hacienda, “la Seguridad Social somos todos”, no un monstruo autista gobernado por tecnócratas malthusianos ante los que debemos doblegarnos acríticamente.
Quiero decir con ello que somos todos los ciudadanos quienes debemos de decidir si el alargamiento de la esperanza de vida debe aprovecharse para tener un período algo más amplio de liberación del yugo del trabajo al final de nuestro periplo por este mundo o si, por el contrario, ello debe conducirnos inevitablemente a prolongar los años de sometimiento a la condena bíblica: ganarás el pan con el sudor de tu frente. Se trata, como es bien sabido, de un asunto de solidaridad intergeneracional. Y quienes pronostican que –ante el llamado envejecimiento de la población y si no se introducen las reformas que ellos aconsejan- en el futuro las pensiones “no van a poder pagarse”, lo que están haciendo en realidad es un sombrío pronóstico sobre la falta de solidaridad de nuestros hijos y nietos que “no van a querer pagar esa factura”.
Pero, ¿tan grande va a ser esa factura? Sobre este particular, las proyecciones demográficas y económicas –que han fracasado estrepitosamente en el pasado inmediato: los mismos que hoy vuelven a atemorizarnos son quienes pronosticaron que nuestra Seguridad Social entraría en quiebra técnica en el 2005- vienen a decirnos, en números redondos, que si hoy destinamos el 9 por ciento de nuestro PIB a pagar las pensiones dentro de cuarenta años tendríamos que pagar el 15 por ciento y que eso sería insoportable. Y yo pregunto ¿por qué va a ser insoportable? Suponiendo que la tarta –el PIB- siguiera siendo del mismo tamaño y el número de comensales totales (47 millones de habitantes dicen esos pronósticos) apenas varíe, es completamente lógico que si los comensales de la tercera edad aumentan en términos relativos respecto a los activos consuman una parte mayor de esa tarta. Pero atención: sucede que esos mismos pronosticadores tienen que reconocer que, con un crecimiento moderado interanual del PIB –al que volveremos tras la crisis: la historia del capitalismo lo demuestra- dentro de cuarenta años nuestro PIB será aproximadamente el doble que el actual. Es decir, que si la tarta tiene hoy cien porciones –de las que nueve se destinan a los pasivos y 91 a los activos- dentro de cuarenta años tendrá doscientas porciones, el 15 por ciento de las cuales, es decir treinta, habrá que destinar a los pasivos, quedando nada menos que ciento setenta para los activos. Me resisto a pensar que nuestros hijos y nietos sean tan glotones que nieguen a sus mayores ese quince por ciento de la tarta global.
Dicho en otros términos y concluyo: la relación personas en edad de trabajar-personas jubiladas, cuyo deterioro está en la base de todos los augurios catastrofistas sobre nuestro sistema de pensiones, es un elemento a tener en cuenta pero ni de lejos es el factor determinante de esta cuestión. Hace poco decía el conocido especialista en el Estado del Bienestar Esping Andersen que el futuro de las pensiones está en las guarderías infantiles. Parecía una broma pero no lo es en absoluto: se trata de facilitar que la tasa de actividad femenina supere los veinte puntos de desventaja que tiene en nuestro país respecto a la masculina –que eso sí que es, además de un escándalo, insostenible- porque, en definitiva, lo que importa es que la mayor parte de las personas en edad de trabajar –mujeres y hombres- se incorporen al mercado de trabajo, que realmente encuentren un puesto de trabajo y que trabajen de la manera más productiva posible: es decir, que la tarta aumente. Después ya nos ocuparemos de repartirla. Pero, claro está, ponerse a hablar de un tema estratégico como las pensiones en un momento de crisis económica aguda como el actual no sé si calificarlo como inoportuno o como “oportunismo obsceno”: el que ejerce ese monstruo de las cien cabezas que llaman los mercados financieros.
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