Autor:
Manuel Ortiz Heras. Editorial Bomarzo. Albacete, 2013.
Escribe:
Joaquín Aparicio Tovar
El
27 de noviembre ha tenido lugar en la Librería popular de Albacete la presentación del
libro que más arriba se indica. El titular de este blog tuvo el honor de
decir unas palabras a modo de presentación, antes de que el autor, protagonista
de la noche, dialogase largo y tendido con un público culto, atento y
perspicaz. Estas son, más o menos, las palabras de presentación
Eric
Hobsbawn dejó escrito: “ El historiador deja la futurología para otros. Pero
tiene una ventaja sobre ellos: la historia lo ayuda, si no a predecir el
futuro, si a reconocer en el presente lo que es nuevo desde un punto de vista
histórico; y, quizá, a partir de aquí, a arrojar cierta luz sobre el futuro”.
Pero,
también, podríamos añadir, a identificar lo que en el presente persiste del
pasado para su explicación y para que pueda haber una transmisión de la
experiencia de generaciones pasadas hacia las sucesivas a fin de de construir
un futuro mejor, un futuro de progreso, no de regresiones.
Este
libro de Manuel Ortiz ayuda a comprender mejor la persistencia de rasgos del
franquismo incrustados en el sistema político actual, que a muchos ya les
cuesta llamar democrático. Es un libro escrito por un historiador, pero no está
dirigido a un público académico que tiene la historia como objeto de su
profesión. Pero es un libro de historia, escrito con todo el rigor científico,
al que se la ha dado una forma que ha reducido hasta lo imprescindible el
aparato bibliográfico a pié de página para facilitar su lectura a los no
especialistas.
Su
tesis central es que en el régimen franquista “la violencia se manifestó de
forma poliédrica y mutó a lo largo de aquellos cuarenta años porque no fue
exclusivamente un instrumento de la dictadura en la inmediata posguerra sino
una característica del régimen que duró hasta sus últimos momentos, llegando a
impregnar todos los aspectos de la vida cotidiana de la población”. Está en la
esencia del régimen y no fue reactiva, sino premeditada, exaltó una cultura de
la violencia, como el fascismo italiano y nazismo alemán, que pervivió a lo
largo de toda su existencia. Los bandos y ordenes de Queipo de Llano,
reproducidos en el libro, son claros: “ Serán
pasados por las armas, sin formación de causa, las directivas de las
organizaciones marxistas o comunistas que en el pueblo existan y en el caso de
no darse con tales directivas, serán ejecutados en número igual de afiliados,
arbitrariamente elegidos”, como lo son también las instrucciones del
director de la sublevación militar, Emilio Mola: “ Se tendrá en cuenta que la acción
ha de ser en extremo violenta para reducir lo antes posible al
enemigo”…”¿Parlamentar? ¡Jamás! Esta guerra tiene que terminar con el
exterminio de los enemigos de España”…”Hay que sembrar el terror. Hay que dejar
sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no
piensen como nosotros”.
En
el libro se muestran las distintas formas que adoptó la violencia y cómo se fue
adaptando a los cambios sociales y económicos y a la propia evolución del
régimen. La violencia impregno toda la vida cotidiana de la población y produjo
una socialización del miedo, un “miedo paralizante”. La población acosada fijó
su prioridad en la supervivencia.
Es
falsa la idea de que el régimen fue violento al principio y luego se hizo
apacible convirtiéndose en una “dictablanda”. El autor muestra como Julián
Grimau fue el último torturado y asesinado tras la pantomima de un juicio
militar, en 1963, por hechos supuestamente ligados a la Guerra Civil , pero la
violencia permanece y reprime protestas que ya no están ligadas a sucesos del
periodo de la guerra, sino son fruto de los cambios socioeconómicos. Pero el
régimen sigue con la exaltación de la cultura violenta y la mística de la
guerra y los caídos de su bando, con cuya memoria se quiere justificar la
continuidad de la represión de los opositores.
El
libro explica tanto las diversas formas de violencia, como los cambios que se
iban produciendo según los distintos periodos históricos. Así, en la postguerra
o fase de consolidación del régimen hay una violencia brutal y extremada
ejercida tanto por el ejército, constituido como instrumento esencial de la
represión, como por bandas de civiles fascistas alentadas y protegidas por el
ejército, las fuerzas represivas y los oligarcas. Solo entre 1939 hasta el 1944
se calcula tuvieron lugar 250.000 ejecuciones, en un país que estaba en torno a
los 24.000.000 de habitantes. Una cifra espeluznante. A esas ejecuciones hay
que sumar las muertes por desnutrición, enfermedades, los exilados y las
cárceles llenas. España era un enorme penal. Muchas personas sospechosas de no
ser afectas al régimen, y que no estaban en la cárcel, tenían sobre si la
espada de Damocles de los Expedientes de Responsabilidades Políticas que daban
lugar a la depuración de los cuerpos de funcionarios, cosa que ocurrió con
muchos maestros y profesores de enseñanzas medias y de universidad, o daban
lugar al expolio de los bienes y la condena a la miseria. Se buscaba crear y
mantener en la gente una sensación de incertidumbre. Después la violencia fue
cambiando, pero no cedió. El franquismo, sostenido sobre todo por los Estados
Unidos, el Vaticano y Gran Bretaña, se vio favorecido por el anticomunismo de
la guerra fría y siguió practicando una violencia atroz. Por ejemplo, entre
1954 y 1963 hubo 50 ejecuciones por delitos políticos.
En
el llamado desarrollismo, el régimen ya se ha consolidado, por eso no necesita
la extremada violencia de los primeros años, pero siguió siendo implacable,
aunque la violencia era más “aleatoria”, lo que servía para extender un miedo
difuminado en la población. Se repetían los asesinatos y muertes por disparos
de la policía y las torturas en las comisarias (Billy el niño es solo uno de
los muchos torturadores de esa época).
El
periodo llamado de la transición (de 1975, fecha de la muerte del
dictador, a finales de 1978, fecha de promulgación de la Constitución ) se ha
presentado como modélico y pacifico. Nada más lejos de la realidad, como nos
muestra este libro. Por ejemplo, hay más de 60 muertos por disparos de la
policía entre 1975 y 1982. Por eso, con todo acierto este libro lleva la
violencia franquista hasta 1977, porque con la muerte del dictador no murió la
dictadura. La violencia en esta fase se centró mucho en la represión de
conflictos sociolaborales. Llama la atención la cifra de 2.745 detenidos por
motivos políticos y sociales entre enero de 1977 y marzo de ese mismo año,
siendo ministro Martín Villa.
Aunque
no está explícitamente dicho en el libro, hay algo en este periodo que recuerda
la primera la fase de la guerra y postguerra, cual es que la violencia se
ejerce tanto por las Fuerzas de Orden Público como por bandas de
ultraderechistas fascistas que actuaban en complicidad y tolerancia con la
policía, como fue el caso de la masacre de los Abogados de Atocha.
Los
aspectos más brutales de la violencia franquista estaban acompañados de otras
manifestaciones. El autor describe muy bien la violencia administrativa, pues
para muchas cosas de la vida cotidiana, como el permiso de conducir o la
obtención del pasaporte, era necesario un certificado de buena conducta
expedido por la policía, que en muchos casos no se le daba a un peticionario,
pero sin resolución formal denegatoria y así quedaba en una situación de espera
desesperante. Ahora este tipo de violencia asoma las orejas con la nueva ley de
seguridad ciudadana que el PP va a tramitar en las Cortes. También describe la
violencia moral, en la que tenía un papel relevante la Iglesia Católica
desde el púlpito y el confesionario y, sobre todo, estableciendo la moral que
celosamente los poderes civiles se encargaban de hacer cumplir. Esa violencia
llevaba aparejada la violencia de género con un aplastante machismo que
impregnaba toda la vida y masacraba la libertad de las mujeres. La cultura y la
educación fueron blanco directo de la represión franquista, que traba imponer
los valores más tradicionales tratando de exterminar los de la cultura y
educación que la
República llevó adelante.
La
violencia laboral fue especialmente dura. A los salarios de hambre se añadían
la criminalización de los sindicatos y de la acción colectiva y el
autoritarismo en la empresa. El franquismo veía al proletariado, producto de la
modernización que socavaba las bases del sistema oligárquico tradicional, como
un enemigo por la osadía de expresar sus aspiraciones de emancipación,
especialmente en la II
República. La explotación del trabajo de los reclusos
mediante las Colonias Penitenciarias Militarizadas y los Batallones de Trabajo
son especialmente elocuentes. Se utilizó el trabajo de los reclusos para hacer
obras públicas y para ponerlo al servicio de empresas privadas. Entre 1939 y
1946 los beneficios ascendieron a 100.000 millones de pesetas de las de
entonces. Una cantidad enorme. Todavía en los años 70, podemos leer en este
libro, el constructor Banús se aprovechó de este sistema. Se disparaba a los
trabajadores que repartían octavillas llamando a una huelga y se condenaba a
duras penas de prisión a quienes constituían sindicatos clandestinos, como es
el caso de los condenados de las Comisiones Obreras en el sumario 1001, en
diciembre de 1973.
La
justicia fue elemento esencial en la violencia franquista y hoy padecemos las
consecuencias de que no hubiera una reconversión este aparato del Estado. Todos
los jueces comprometidos en la represión siguieron en sus puestos y
promocionaron con posterioridad. Era una justicia de clase, que en la
jurisdicción penal castigaba con inusitada dureza delitos de hurto y robo que
muchos de ellos eran producto de la necesidad y la pobreza.
Tras
lo leído en este libro, cabe pensar que todas estas manifestaciones de
violencia dieron lugar a que el régimen franquista, usando la mentira sostenida
sobre el miedo, instaló en una parte de la población una representación falsa
sobre la realidad de España y sobre su carácter profundamente violento que hoy
todavía se pretende mantener. Esa violencia trata de extirpar los valores de
emancipación puestos en circulación por la Ilustración , a los que
considera antiespañoles, como ya hemos visto que decía Mola.
El
pensamiento totalitario está presente en el discurso de alguien como el
presidente Rajoy cuando dice que “los españoles” apoyan sus medidas, cuando lo
cierto es que solo una minoría le ha votado. Pero los otros, aun mayoría, no
deben de ser españoles, españoles de bien. Es la vieja idea franquista de la
antiespaña. También asoma el pensamiento totalitario cuando se pone por encima
de la libertad y la igualdad el orden, una determinada manera de entender la
seguridad y la posesión de algunos bienes materiales individuales, aunque sean
modestos, como cada día vemos más en el discurso oficial y en las leyes que se
están promulgando. Pero para que esos valores se instalen hoy en amplias capas
de la población, a parte de la utilización de los medios de persuasión para
crear opinión, es importante que siga funcionando la falsa representación del
franquismo a la que se acaba de aludir. Una representación que para que
funcione necesita banalizar la extremada violencia en la que se instaló de modo
permanente. Es lo que se hace cuando se dice que la violencia solo existió en
los primeros años, pero que fue reactiva y semejante a la violencia republicana
y, además, se oculta la que siguió. Por eso es tan oportuno el subtitulo
de este libro que no es una mera cita culterana de Hannah Arendt.
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