Las cantantes y los cantantes líricos dedican años de
aprendizaje para colocar su voz de tal manera que suene, como flotando, limpia.
Pero esa voz “se ensucia” cuando en la sala de conciertos o en un teatro de
ópera el público tose y hace otros ruidos. Lo mismo puede decirse de
otros músicos que se esfuerzan por sacar de sus instrumentos la nota exacta y
pura y es “emborronada”, de nuevo, por las toses. La plaga de las toses
se extiende de modo pertinaz de forma molesta e irritante por el Teatro Real de
Madrid y, en menor medida, por el Auditorio Nacional, como atestigua mi propia
experiencia y, según me dicen otras personas amigas, sucede algo parecido en
otras salas y teatros de diversos lugares de España. Los tosedores se conoce
que no prestan mucha atención a lo que ven en la orquesta, pues si lo hicieran
caerían en la cuenta de que hay un adminiculo, llamado sordina, que en
ocasiones se utiliza en algunos instrumentos de viento para reducir la intensidad
del sonido emitido. Ese mismo efecto lo podría hacer un elegante fulard, o
una bufanda, o un modesto pañuelo y, si todo eso faltara, también podría servir
el brazo colocado sobre la boca tosedora. No se evitaría del todo el ruido que
ensucia, pero al menos se amortiguaría en los casos de fuerza mayor y súbito
ataque tusígeno.
Ese público tosedor que asiste a los conciertos y
sesiones de ópera es probable que se considere a sí mismo por encima de aquello
que, cuando están en los ambientes supuestamente exquisitos y ya exaltados de
ardor patriótico y azuzados por espirituosos, denominan el “populacho”, más,
cuánto tendrían que aprender de algunas gentes de ese “populacho”, gentes que
conforman la multitud llamada “honrado pueblo”, que también existe, aunque esté
en peligro de extinción.
Todo esto viene a cuento porque en una taberna del
norte de Extremadura tuve una experiencia aleccionadora para lo que aquí se
está tratando. Encontréme en aquel bendito lugar con un estimado paisano, que
ya frisa los ochenta años, hoy jubilado de la construcción, antiguo emigrante
en Alemania en los años setenta del siglo pasado, al que en su infancia el
franquismo le mandó a la dura escuela del trabajo apenas aprendió a leer y
escribir y supo las cuatro reglas y, como otras tantas personas, más tarde fue
estafado con las preferentes. Como él mismo reconoce, tiene tendencia a darle
al morapio por encima de los límites aconsejados por los galenos. Pues bien,
como otras veces, en nuestro último encuentro los vapores del vino no
impidieron una conversación amena y aleccionadora interrumpida, de cuando en
cuando, por un giro que hacía mi amigo hacia la pared vecina para toser
suavemente sobre su brazo. ¡Cuánta elegancia!, pensé, que echo de menos
en foros musicales de tronío. A lo mejor esa elegancia no es más que respeto
hacia los demás que tiene que ver con que mi amigo desde hace años se hizo
comunista y no reniega de ello. Un respeto que parece va en retroceso en esta
sociedad en la que la cultura de un individualismo egoísta se difunde desde
tantos medios.
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