lunes, 2 de abril de 2018

LAS TOSES EN LOS CONCIERTOS




Las cantantes y los cantantes líricos dedican años de aprendizaje para colocar su voz de tal manera que suene, como flotando, limpia. Pero esa voz “se ensucia” cuando en la sala de conciertos o en un teatro de ópera el público tose y hace otros ruidos.  Lo mismo puede decirse de otros músicos que se esfuerzan por sacar de sus instrumentos la nota exacta y pura y  es “emborronada”, de nuevo, por las toses. La plaga de las toses se extiende de modo pertinaz de forma molesta e irritante por el Teatro Real de Madrid y, en menor medida, por el Auditorio Nacional, como atestigua mi propia experiencia y, según me dicen otras personas amigas, sucede algo parecido en otras salas y teatros de diversos lugares de España. Los tosedores se conoce que no prestan mucha atención a lo que ven en la orquesta, pues si lo hicieran caerían en la cuenta de que hay un adminiculo, llamado sordina, que en ocasiones se utiliza en algunos instrumentos de viento para reducir la intensidad del sonido emitido. Ese mismo efecto lo podría hacer un elegante fulard, o una bufanda, o un modesto pañuelo y, si todo eso faltara, también podría servir el brazo colocado sobre la boca tosedora. No se evitaría del todo el ruido que ensucia, pero al menos se amortiguaría en los casos de fuerza mayor y súbito ataque tusígeno. 

Ese público tosedor que asiste a los conciertos y sesiones de ópera es probable que se considere a sí mismo por encima de aquello que, cuando están en los ambientes supuestamente exquisitos y ya exaltados de ardor patriótico y azuzados por espirituosos, denominan el “populacho”, más, cuánto tendrían que aprender de algunas gentes de ese “populacho”, gentes que conforman la multitud llamada “honrado pueblo”, que también existe, aunque esté en peligro de extinción.

Todo esto viene a cuento porque en una taberna del norte de Extremadura tuve una experiencia aleccionadora para lo que aquí se está tratando. Encontréme en aquel bendito lugar con un estimado paisano, que ya frisa los ochenta años, hoy jubilado de la construcción, antiguo emigrante en Alemania en los años setenta del siglo pasado, al que en su infancia el franquismo le mandó a la dura escuela del trabajo apenas aprendió a leer y escribir y supo las cuatro reglas y, como otras tantas personas, más tarde fue estafado con las preferentes. Como él mismo reconoce, tiene tendencia a darle al morapio por encima de los límites aconsejados por los galenos. Pues bien, como otras veces, en nuestro último encuentro los vapores del vino no impidieron una conversación amena y aleccionadora interrumpida, de cuando en cuando, por un giro que hacía mi amigo hacia la pared vecina para toser suavemente sobre su brazo. ¡Cuánta elegancia!,  pensé, que echo de menos en foros musicales de tronío. A lo mejor esa elegancia no es más que respeto hacia los demás que tiene que ver con que mi amigo desde hace años se hizo comunista y no reniega de ello. Un respeto que parece va en retroceso en esta sociedad en la que la cultura de un individualismo egoísta se difunde desde tantos medios.

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