Hace unos días falleció Josep Fontana. La pérdida del gran historiador nos llena de tristeza porque estamos seguros de que vamos a echar mucho de menos sus profundos textos y agudas reflexiones. Perdemos a un gran maestro,cuya grandeza no se empaña, más bien al contrario, por el sectarismo de las autoridades independentistas de la Generalitat que no le han hecho el reconocimiento y homenaje que su gran figura merece. Ellos son los que pierden. Reproducimos aquí un texto de 2012 tomado del blog hermano de la esfera de Parapanda, Metiendo Bulla.
Más allá de la crisis
Josep Fontana*
De lo que quisiera
hablarles no es tanto de la crisis actual como de lo que está ocurriendo más
allá de la crisis: de algo que se nos oculta tras su apariencia. Para
explicarlo necesitaré empezar un tanto atrás en el tiempo.
Nos
educamos con una visión de la historia que hacía del progreso la base de una
explicación global de la evolución humana. Primero en el terreno de la
producción de bienes y riquezas: la humanidad había avanzado hasta la
abundancia de los tiempos modernos a través de las etapas de la revolución
neolítica y la revolución industrial. Después había venido la lucha por las
libertades y por los derechos sociales, desde la Revolución francesa
hasta la victoria sobre el fascismo en la Segunda guerra mundial, que
permitió el asentamiento del estado de bienestar. No me estoy refiriendo a una
visión sectaria de la izquierda, ni menos aun marxista, sino a algo tan
respetable como lo que los anglosajones llaman la visión whig de la historia,
según la cual, cito por la wikipedia, “se representa el pasado como una
progresión inevitable hacia cada vez más libertad y más ilustración”.
Hasta
cierto punto esto era verdad, pero no era, como se nos decía, el fruto de una
regla interna de la evolución humana que implicaba que el avance del progreso
fuese inevitable –la ilusión de que teníamos la historia de nuestro lado, lo
que nos consolaba de cada fracaso-, sino la consecuencia de unos equilibrios de
fuerzas en que las victorias alcanzadas eran menos el fruto de revoluciones
triunfantes, que el resultado de pactos y concesiones obtenidos de las clases
dominantes, con frecuencia a través de los sindicatos, a cambio de evitar una
auténtica revolución que transformase por completo las cosas.
Para
decirlo simplemente, desde la Revolución francesa hasta los años
setenta del siglo pasado las clases dominantes de nuestra sociedad vivieron
atemorizadas por fantasmas que perturbaban su sueño, llevándoles a temer que
podían perderlo todo a manos de un enemigo revolucionario: primero fueron los
jacobinos, después los carbonarios, los masones, más adelante los anarquistas y
finalmente los comunistas. Eran en realidad amenazas fantasmales, que no tenían
posibilidad alguna de convertirse en realidad; pero ello no impide que el miedo
que despertaban fuese auténtico.
En
un articulo sobre la situación actual de Italia publicado en La
Vanguardia el pasado mes de octubre se podía leer: “los beneficios
sociales fueron el fruto de un pacto político durante la guerra fría”. No sólo
durante la guerra fría, a no ser que hablemos de una “guerra” de doscientos
años, desde la revolución francesa para acá. Lo que este reconocimiento
significa, por otra parte, es que ahora no tienen ya inconveniente en confesar
que nos engañaron: que no se trataba de establecer un sistema que nos
garantizase un futuro indefinido de mejora para todos, sino que sólo les
interesaba neutralizar a los disidentes mientras eliminaban cualquier riesgo de
subversión.
Los
miedos que perturbaron los sueños de la burguesía a lo largo de cerca de
doscientos años se acabaron en los setenta del siglo pasado. Cada vez estaba
más claro que ni los comunistas estaban por hacer revoluciones –en 1968 se
habían desentendido de la de París y habían aplastado la de Praga-, ni tenían
la fuerza suficiente para imponerse en el escenario de la guerra fría. Fue a
partir de entonces cuando, habiendo perdido el miedo a la revolución, los
burgueses decidieron que no necesitaban seguir haciendo concesiones. Y así
siguen hoy.
Déjenme
examinar esta cuestión en su última etapa. El período de 1945 a1975
había sido en el conjunto de los países desarrollados una época en que un
reparto más equitativo de los ingresos había permitido mejorar la suerte de la
mayoría. Los salarios crecían al mismo ritmo a que aumentaba la productividad,
y con ellos crecía la demanda de bienes de consumo por parte de los
asalariados, lo cual conducía a un aumento de la producción. Es lo que Robert
Reich, que fue secretario de Trabajo con Clinton, describe como el acuerdo
tácito por el que “los patronos pagaban a sus trabajadores lo suficiente para
que éstos comprasen lo que sus patronos vendían”. Era, se ha dicho, “una
democracia de clase media” que implicaba “un contrato social no escrito entre
el trabajo, los negocios y el gobierno, entre las élites y las masas”, que
garantizaba un reparto equitativo de los aumentos en la riqueza.
Esta
tendencia se invirtió en los años setenta, después de la crisis del
petróleo, que sirvió de pretexto para iniciar el cambio. La primera
consecuencia de la crisis económica había sido que la producción industrial del
mundo disminuyera en un diez por ciento y que millones de trabajadores quedaran
en paro, tanto en Europa occidental como en los Estados Unidos. Estos fueron,
por esta razón, años de conmmoción social, con los sindicatos movilizados en
Europa en defensa de los intereses de los trabajadores, lo que permitió
retrasar aquí unas décadas los cambios que se estaban produciendo ya en los
Estados Unidos y en Gran Bretaña, donde los empresarios, bajo el patrocinio de
Ronald Reagan y de la señora Thatcher, decidieron que éste era el momento para
iniciar una política de lucha contra los sindicatos, de desguace del estado de
bienestar y de liberalización de la actividad empresarial.
La
lucha contra los sindicatos se completó con una serie de acuerdos de
libertad de comercio que permitieron deslocalizar la producción a otros países,
donde los salarios eran más bajos y los controles sindicales más débiles, e
importar sus productos, con lo que los empresarios no sólo hacían mayores
beneficios, al disminuir sus costes de producción, sino que debilitaban la
capacidad de los obreros de su país para luchar por la mejora de sus
condiciones de trabajo y de su remuneración: los salarios reales bajaron en un
7 por ciento de 1976 a 2007 en los Estados Unidos, y lo han seguido
haciendo después de la crisis.
Asi
se inició lo que Paul Krugman ha llamado “la gran divergencia”, el proceso
por el cual se produjo un enriquecimiento considerable del 1 por ciento de los
más ricos y el empobrecimiento de todos los demás. En los Estados Unidos, que
citaré con frecuencia por dos razones –porque disponemos de buenas estadísticas
sobre su evolución y porque lo que sucede allí es el anuncio de lo que va a
pasar aquí más adelante-, se pudo ver en vísperas de la crisis de 2008 que este
1 por ciento de los más ricos recibía el 53 por ciento de todos los ingresos
(esto es más que el 99 por ciento restante).
En
las primeras etapas este proceso tal vez resultaba poco perceptible; pero
cuando sus efectos se fueron acumulando acabaron despertando la conciencia de
una desigualdad social en constante aumento. En mayo de 2011 Joseph Stiglitz
publicó un artículo que se titualaba: “Del 1%, para el 1% y por el 1%”, donde
decía que los norteamericanos, que estaban contemplando cómo se producían en
muchos países, por ejemplo en los de la primavera árabe, protestas contra
regímenes opresivos que concentraban una gran masa de riqueza en las manos de
una élite integrada por muy pocos, no se daban cuenta de que esto ocurría
también en su propio país.
Este del 1 por ciento ha sido uno de los lemas principales de los movimientos
de ocupación que se han desarrollado en diversas ciudades norteamericanas. Pero
Krugman ha hecho un análisis aún más afinado que muestra que es en realidad el
0’1 %, esto es el uno por mil de los norteamericanos, los que concentran la
mayor parte de esta riqueza. “¿Quiénes son estos del 1 por mil?, se pregunta
¿Son heroicos emprendedores que crean lugares de trabajo? No. En su mayor parte
son dirigentes de compañías (...) o ganan el dinero en las finanzas”.
Los
resultados a largo plazo de la gran divergencia, que se iniciaba en Estados
Unidos y en Gran Bretaña en los años setenta y se extendió después a Europa,
transformaron profundamente nuestras sociedades. Las consecuencias de una
inmensa redistribución de la riqueza hacia arriba no sólo se han manifestado en
el empobrecimiento relativo de los trabajadores y de las clases medias, sino
que han dado a los empresarios una influencia política con la cual, a partir de
ese momento, les resulta cada vez más fácil fijar las reglas que les permiten
consolidar su poder.
Esta
redistribución hacia arriba no es el resultado natural del funcionamiento del
mercado, como se pretende que creamos, sino el de una acción deliberada. Su
origen es netamente político. El primer programa que inspiró este movimiento lo
expresó Lewis Powell en agosto de 1971 en un “Memorándum confidencial. Ataque
al sistema americano de libre empresa”, escrito para la “United States Chamber
of Commerce”, que se encargó de hacerlo circular entre sus asociados. Powell
denunciaba el riesgo que implicaba el avance en la sociedad norteamericana de ideas
contrarias al “sistema de libre empresa”, expuestas no sólo por extremistas de
izquierda, sino por “elementos totalmente respetables del sistema”, e insistía
en la necesidad de combatirlas, sobre todo en el terreno de la educación.
El
memorándum tenía una primera parte sobre la amenaza que representaban los
“estudiantes universitarios, los profesores, el mundo de los medios de
comunicación, los intelectuales y las revistas literarias, los artistas y los
científicos”, y proponía planes de ataque para limpiar las universidades y
vigilar los libros de texto, para lo cual pedía a las organizaciones
empresariales que actuasen con firmeza. No me ocuparé ahora de esta batalla de
las ideas, que ha llegado hoy al extremo de proponer la eliminación de la escuela
pública, sino de otra parte del memorándum que tendría consecuencias más
inmediatas y trascendentales. Powell advertía: “No se debe menospreciar la
acción política, mientras esperamos el cambio gradual de la opinión pública que
ha de conseguirse a través de la educación y la información. El mundo de los
negocios debe aprender la lección que hace tiempo aprendieron los sindicatos y
otros grupos de intereses. La lección de que el poder político es necesario;
que este poder debe cultivarse asiduamente y que, cuando convenga, hay que
usarlo agresivamente y con determinación”.
Para
emprender este programa se necesitaban organizaciones empresariales potentes,
que dispusieran de recursos suficientes. “La fuerza reside en la organización,
en una planificación y realización persistentes durante un período indefinido
de años”. Este llamamiento a la lucha política tuvo efectos de inmediato en la
actividad de las asociaciones empresariales y sobre todo de la “United States
Chamber of Commerce”, que pretende ser hoy “la mayor federación empresarial del
mundo, en representación de los intereses de más de 3 millones de empresas”.
Estas asociaciones no solo emprendieron grandes campañas de propaganda, sino
que acentuaron su participación en las campañas electorales a través de Comités
de Acción Política, en una actividad que ha aumentado considerablemente desde
2009, tras la decisión del Tribunal supremo Citizens United, que ha
liberalizado las inversiones de las empresas en la política, en nombre del
derecho a la libre expresión (esto es, considerando a las empresas como
personas y atribuyéndoles los mismos derechos). La gran cuantía de recursos
proporcionados por los empresarios explica, por ejemplo, que la United
StatesChamber of Commerce invirtiese en las elecciones norteamericanas de 2010
más que los comités de los dos partidos, demócrata y republicano, juntos.
No
se trata tan sólo de donativos para las campañas, sino también de formas
diversas de pagar sus servicios a los políticos, entre ellas la de asegurarles
una compensación cuando dejan la política. Y, sobre todo, de la aactuación
constante de los llamados “lobbyists”, que atienden las peticiones de los
políticos. En el pasado año 2011 se calcula que las empresas han gastado 3.270
millones de dólares en atender a los congresistas y a los altos funcionarios
federales. Las 30 mayores compañías gastaron entre 2008 y 2010 más en esto que
en pagar impuestos.
¿Que
ha conseguido el mundo empresarial con este asalto al poder? En julio del año
pasado, Michael Cembalest, jefe de inversiones de JPMorgan Chase, escribía, en
una carta dirigida tan sólo a sus clientes, que se conoció porque la descubrió
un periodista, que “los márgenes de beneficio han conseguido niveles que no se
habían visto desde hace décadas”, y que “las reducciones de salarios y
prestaciones explican la mayor parte de esta mejora”. “La compensación por el
trabajo está en los Estados Unidos en la actualidad al mínimo en cincuenta años
en relación tanto con las cifras de ventas de las empresas como del PIB de los
Estados Unidos”.
Otro
beneficio indiscutible ha sido la disminución de sus contribuciones al sostén
del estado. El peso político creciente de las empresas ha conducido a la
situación paradójica de que éstas escapen a la fiscalidad por la doble vía de
negociar recortes de impuestos y exenciones particulares, y de tener libertad
para aflorar los beneficios en las subsidiarias que tienen en paraísos
fiscales, donde apenas pagan impuestos. Un estudio de noviembre de 2011
concluye que el conjunto de las 280 mayores empresas de los Estados Unidos no
han pagado en los tres años últimos más que un 18’5 % de sus beneficios. Pero
es que una cuarta parte de éstas han pagado menos del 10%, y 30 de las más
grandes no han pagado nada en tres años, sino que encima han recibido
devoluciones. Lo que se dice de las empresas se aplica también a los
empresarios: de 1985 a 2004 los 400 americanos más ricos han pasado
de pagar un 29 por ciento de sus ingresos a tan sólo un 18 por ciento, mucho
menos que los pequeños comerciantes o los trabajadores a sueldo. Y cuando Obama
pretendió que quienes ganasen más de un millón de dólares al año pagasen el
mismo tipo que el ciudadano medio norteamericano, no consiguió que el congreso
aprobase la medida. Como ha dicho Stiglitz "Los ricos están usando su
dinero para asegurarse medidas fiscales que les permitan hacerse aun más ricos.
En lugar de invertir en tecnología o en investigación, obtienen mayores
rendimientos invirtiendo en Washington”.
Hay
un tercer aspecto de estos beneficios que es la desregulación de la leyes que
controlan algunos aspectos de la actividad empresarial. Un estudio reciente de
dos economistas del Fondo Monetario Internacional, que han analizado el papel
de las contribuciones económicas de las empresas en la política, llega a la
conclusión, que les leo literalmente, de que “el gasto realizado está
directamente relacionado con la posibilidad de que un legislador cambie de
postura en favor de la desregulación”. Esto, que en el sector de la industria
les ha permitido reducir, o incluso anular, los gastos relacionados con el
control de la polución, ha tenido en la actividad financiera unas consecuencias
que son las que han conducido directamente a la crisis de 2008.
Gracias
a la supresión de controles sobre sus actividades, que culminó durante la
presidencia de Clinton, las entidades financieras pudieron lanzarse a un juego
especulativo con derivados y otros productos de alto riesgo, que parecían más
propios de un casino de juego que de la banca, mientras los dirigentes
de la Reserva Federal estimulaban el optimismo de los especuladores,
rebajando los tipos de interés y animando al público a que gastase, a que
comprase casas con créditos hipotecarios e invirtiese en operaciones financieras
de riesgo.
Esta
fiebre especuladora se producía en un país que, como resultado de su
desindustrialización, estaba convirtiendo en una actividad fundamental el
sector FIRE (Finance, Insurance and Real Estate; o sea Finanzas, seguros y negocio
inmobiliario). Una desindustrialitzación semejante se ha producido en Gran
Bretaña, que de ser “la fábrica del mundo” quiso convertirse en “el banco del
mundo”, y que vive ahora con la angustia de lo que puede suceder si pierde esta
gran fuente de exportación de servicios, teniendo en cuenta la situación de una
economía en que “la demanda doméstica será probablemente escasa en muchos años
(...), mientras los consumidores se esfuerzan en hacer frente a sus deudas y el
gobierno batalla por reducir el déficit presupuestario”.
Nuestra
situación es más compleja, ya que si bien hemos perdido el tejido industrial
tradicional, contamos con una considerable industria de propiedad extranjera a
la que proporcionamos trabajo barato, o sea que nos ha tocado el papel de
receptores de la industria que otros países más prósperos deslocalizan, y que
conservaremos mientras les sigamos garantizando salarios bajos. Lo cual me
mueve a preguntarme cómo se explica que, si el trabajo de nuestros obreros es
poco competitivo, como se argumenta para proponerles rebajas de sueldos y
derechos, Volkswagen, Ford, o Renault se vengan a fabricar coches aquí. En lo
que sí nos vamos pareciendo a las economías avanzadas es en el peso dominante
que ha adquirido entre nosotros el sector financiero.
La
influencia política adquirida por los empresarios explica por qué, cuando se ha
producido la crisis -en Norteamérica, en Gran Bretaña o en España- el estado ha
corrido a salvar las empresas financieras con rescates multimillonarios; pero
no ha hecho un esfuerzo equivalente por remediar la situación de los muchos
ciudadanos que pierden sus hogares, al ser incapaces de seguir pagando las
hipotecas, ni por asegurar estímulos a las actividades productivas con el fin
de combatir el paro.
Lejos
de ello, lo que se ha hecho, para justificar los sacrificios que se están
imponiendo a la mayoría, es difundir la fábula de que la crisis económica se
debe al excesivo coste de los gastos sociales del estado, y que la solución
consiste en aplicar una brutal política de austeridad hasta que se acabe con el
déficit del presupuesto, lo cual, como veremos, resulta imposible a partir de
esta política.
Merece
la pena escuchar esta historia como la cuenta Krugman: “En el primer acto los
banqueros se aprovecharon de la desregulación para lanzarse a una especulación
desbordada, hinchando las burbujas con préstamos incontrolados; en el segundo
las burbujas estallaron y los banqueros fueron rescatados con dinero de los
contribuyentes, mientras los trabajadores sufrían las consecuencias, y en el
tercero, los banqueros decidieron emplear el dinero que habían recuperado en
apoyar a políticos que les prometían bajarles los impuestos y desmontar las
pocas regulaciones que se habían impuesto tras la crisis”. ¿Piensan ustedes que
esta es una historia exótica, que sólo puede referirse a los Estados Unidos?
Pues no; nosotros también tuvimos una burbuja inmobiliaria desbordada, hinchada
con los créditos que concedieron bancos y cajas de ahorro. Ahora estamos en el
segundo acto, el del rescate “mientras los trabajadores sufren las
consecuencias”. Nos queda el desenlace, ese tercer acto que, si no se hace algo
para evitarlo, será parecido: esto es, que se recuperarán los bancos, pero no
los puestos de trabajo, tal como está ocurriendo hoy en los Estados Unidos.
Nadie
ignora que la austeridad es incompatible con el crecimiento económico. Peter
Radford lo sintetiza en pocas palabras: “La austeridad disminuye una economía.
Es un acto de retroceso. Disminuye la demanda. Los ingresos caen. Pagar las
deudas a partir de una menor cantidad de dinero significa que hay menos dinero
para otros gastos. Del crecimiento se pasa a la decadencia”.
Una
revisión del pasado demuestra que la política de austeridad nunca ha funcionado
y que no tiene sentido en la situación actual. Lo sostiene, por ejemplo,
Richard Koo, economista jefe del Nomura Research Institute de Tokio, quien,
tras haber analizado comparativamente la crisis económica de los años treinta,
las décadas perdidas de Japón y la crisis actual en Estados Unidos y en la
“eurozona”, concluye que:
“Aunque
evitar el gasto público exagerado es el modo adecuado de proceder cuando el
sector privado de la economía está en plena forma y maximiza los beneficios,
nada resulta peor que la restricción del gasto público cuando un sector privado
en mal estado está reduciendo sus deudas”. Actuar sobre una economía que ahorra
pero no invierte reduciendo el gasto público no hace más que agravar su
situación. Koo sostiene que la crisis, que empezó en el sector inmobiliario
estadounidense, sigue siendo una crisis bancaria, que ha acabado contagiando a
la economía y a las cuentas públicas, y que pensar que estos problemas se
resuelven “con una sobredosis de ajustes” y con reformas constitucionales “es
un completo disparate”.
Más contundente aun es la opinión que Krugman ha expresado esta misma semana:
“Lo más indignante de esta tragedia es que es totalmente innecesaria. Hace
medio siglo, cualquier economista (…) os podía haber dicho que austeridad en
tiempos de depresión era una muy mala idea. Pero los políticos, los entendidos
y, siento decirlo, muchos economistas decidieron, sobre todo por razones
políticas, olvidar lo que sabían. Y millones de trabajadores están pagando el
precio de su deliberada amnesia”.
No
ha sido la deuda pública la causa de la crisis de los países del sur de Europa.
Un análisis de las cifras de las últimas décadas muestra que los problemas de
estos países no proceden de un exceso de gasto público, sino que son una
consecuencia de la propia crisis. Un análisis de la relación que ha existido
entre la deuda pública y el PIB de estos países, demuestra que estuvo mejorando
(esto es disminuyendo) hasta 2007. El endeudamiento posterior del estado es
consecuencia de las cargas que ha asumido como consecuencia de la crisis
bancaria, no de un exceso anterior de gasto público. Si leen ustedes la prensa,
fijándose en los datos que ofrece y no en la doctrina que predica, verán que lo
que realmente preocupa a nuestros gobernantes es cómo remediar el problema que
para el sistema bancario representan las grandes inversiones inmobiliarias
efectuadas en años de euforia en que estas fantasías se estaban financiando con
nuestros ahorros.
No
importa que economistas galardonados con el Premio Nobel, como Stiglitz y
Krugman, condenen la política de austeridad. Porque resulta que, en realidad,
esta política beneficia a los mismos que han causado el desastre y favorece la
continuidad de su enriquecimiento. Como dice Michael Hudson: “No hay ninguna necesidad
(...) de que los dirigentes financieros de Europa impongan una depresión a la
mayor parte de su población. Pero es una gran oportunidad de ganancia para los
bancos, que han conseguido el control de la política económica del Banco
Central Europeo (...). Una crisis de la deuda permite a la la élite financiera
doméstica y a los banqueros extranjeros endeudar al resto de la sociedad”.
Los
resultados se pueden ver ya en la experiencia de Grecia, donde las medidas de
austeridad impuestas por la Unión Europa y el FMI están poniendo en
peligro el propio crecimiento económico, y tienen unas durísimas consecuencias
sociales: los suicidios y el crimen aumentan, la masa de los nuevos pobres está
integrada por jóvenes que no encuentran trabajo y por personas de media edad
que han perdido el suyo, mientras faltan en los hospitales los medicamentos
esenciales, incluyendo las vacunas, lo que puede conducir a que resurjan allí
la poliomielitis o la difteria.
Este
comienza a ser también el caso de España, donde la prensa anuncia que el PP se
propone ahorrar este año 6.000 millones en medicamentos. Como dice Peter
Radford: “¡Que se lo digan a los españoles! Ellos han probado ya toda esta
historia de la austeridad. Tanto que la tasa de paro es del 23%, mientras las
medidas que lo han producido no han conseguido frenar el déficit público, que
está a punto de superar el límite del 8% que el gobierno español se había
fijado como objetivo. ¿Se imaginan lo que ocurrirá ahora? Que los españoles van
a ver aumentar su sufrimiento. Están insistiendo en más austeridad para
estrujar su economía cada vez más”. Y ello, añade, “para reducir un déficit que
es menor que el de los Estados Unidos o el de Gran Bretaña”.
Una
reflexión adicional acerca del carácter más “empresarial” que
“público” de la crisis nos la puede proporcionar una información publicada
por el New York Times el 25 de diciembre pasado, que nos
advierte que la crisis de los bancos europeos, que les está obligando a
deshacerse de activos, crea buenas oportunidades de negocio para las empresas
financieras norteamericanas que, a pesar de sus problemas, están lanzándose a
comprar en Europa. En efecto, en un artículo publicado en La Vanguardia del
15 de enero pasado –y el hecho mismo de que un periódico conservador publique
este tipo de análisis demuestra el desconcierto reinante entre nuestra
burguesía- no sólo se explica que los fondos de inversión norteamericanos se
han lanzado a comprar “gangas” europeas, como empresas y bancos devaluados por
la propia política de austeridad, sino que se nos dan las razones: “La crisis
bancaria europea está beneficiando a los fondos extranjeros que aguardan a las
puertas de Europa”. Por una parte compran empresas que han perdido valor porque
los bancos se niegan a darles crédito, a lo cual se añade que las medidas de
recapitalización impuestas a los bancos les han forzado a “vender activos por
un valor de billones de euros”. Wim Butler, del Citi Group, no dudó en decir en
una conferencia pronunciada en Bruselas: “De aqui a unos años todos los bancos
europeos pertenecerán a extranjeros”.
Las
políticas restrictivas han llegado a tal punto de irracionalidad que desde el
propio Fondo Monetario Internacional se ha comenzado a advertir a los
dirigentes políticos europeos: “En la medida en que los gobiernos piensan que
deben responder a los mercados, pueden ser inducidos a consolidar demasiado
aprisa, incluso desde el simple punto de la sostenibilidad de la deuda”. Como
ustedes saben, el presidente actual de nuestro gobierno ya ha dicho, cuando se
aprestaba a rendir pleitesía a la señora Merkel, que lo primero es cumplir con
el deber de sanear los bancos y reducir el gasto público: los puestos de
trabajo, los hospitales o las escuelas no son prioritarios.
Hay
razones que ayudan a entender la inhumanidad de este capitalismo depredador.
Richard Eskow, que trabajó en un tiempo para Wall Street dice: “La gente que
sufre por los efectos de los presupuestos austeros no son de la clase de los
que [estos capitalistas] conocen personalmente, sino que se trata de empleados
públicos, como maestros, policías, bomberos o funcionarios de programas
sociales; de gente que necesita de ayudas del gobierno, como los pobres; y de
otros de la clase media que han tenido la temeridad o de hacerse viejos o de
sufrir una incapacidad”. En realidad los “super-ricos” no sólo se sienten
ajenos a todos estos, sino que en el fondo los desprecian.
Lo
ocurrido en los últimos años en la sociedad norteamericana, que fue la primera
en implantar estas reglas, nos indica la clase de futuro a que nos conduce a
todos la austeridad. Dos noticias de prensa publicadas alrededor dela
Navidad del año pasado ilustran sus dos caras. Sabemos, por una parte, que
la “paga” de los dirigentes de las 500 mayores empresas aumentó en un 36’5 por
ciento en 2010, al propio tiempo que aumentaba en 1.600.000 el número de los
niños norteamericanos sin hogar, lo que representa un aumento de un 38 por
ciento respecto de 2007. El año pasado, el de 2011, no ha sido tan bueno para los
negocios de Wall Street; pero sabemos ya que esto no va a afectar las pagas
millonarias de los dirigentes de Citigroup o de Morgan Chase, que van a cobrar
más de veinte millones de dólares.
Los
empresarios son conscientes de que el aumento de la desigualdad es nefasto para
el crecimiento económico, en términos globales. Como señala Robert Reich: “Con
tanta parte de los ingresos y de la riqueza concentrada en los más ricos, la
amplia clase media no tiene ya el poder adquisitivo necesario para comprar lo
que la economía es capaz de producir (...). El resultado es la generalización
del estancamiento y del paro”. Un memorándum de la Reserva
Federal norteamericana de 4 de enero recuerda que el 70 por ciento de la
economía nacional depende del gasto de los consumidores, y que la recuperación
no será posible si no aumenta la capacidad de consumo de la clase media.
Este
planteamiento sobre el interés general no afecta sin embargo a los intereses
inmediatos de los más ricos, puesto que una reducción global del crecimiento no
implica una reducción simultánea de sus beneficios, que han seguido aumentando.
Y se están, además, adaptando a la nueva situación, con la esperanza de obtener
cada vez mayores beneficios. El 16 de octubre de 2005 Citigroup, la mayor empresa
financiera del mundo, publicaba un informe con el título de Plutonomía,
al que de momento se prestó poca atención, hasta que, cuando comenzó a hacerse
famoso, Citigroup se preocupó de eliminarlo por completo de la red.
El
informe proponía el término “plutonomía” para designar los países en que el
crecimiento económico se había visto promovido, y en gran medida consumido, por
el pequeño grupo de los más ricos. Sostenía que “el encarecimiento de los
activos, una participación creciente en los beneficios y el trato favorable por
parte de gobiernos partidarios del mercado han permitido a los ricos prosperar
y capitalizar una proporción creciente de la economía en los países de
plutonomía”. Lo ilustraba con las cifras de la desigualdad de la distribución
de la riqueza en los Estados Unidos, que comentaba con estas palabras: “No
tenemos una opinión moral acerca de si esta desigualdad de los ingresos es
buena o mala; lo que nos interesa es que es importante”. Opinaban, además, que
las fuerzas que habían llevado a este aumento de la desigualdad en los veinte
años últimos era probable que continuasen en los años próximos. De lo cual
había que deducir que se crearía un entorno positivo para la actividad de
empresas que vendiesen bienes o servicios a los ricos.
Su
conclusión final era: Hemos de preocuparnos menos de lo que el consumidor medio
vaya a hacer, ya que la conducta de este consumidor es menos relevante para el
agregado final, que de lo que los ricos vayan a hacer. Esta es simplemene una
cuestión de matemáticas, no de moralidad, concluían.
Y
debían tener razón, porque sabemos que las empresas de bienes de lujo (o, como
se dice en el negocio, de “bienes para individuos de un valor extremo”,
que The Economist nos aclara que son aquellos pra los que “un
bolso de 8.000 dólares es una ganga”) están aumentando espectacularmente. LVMH
–o sea Louis Vuitton Moët Hennessy- creció en un 13% en la primera mitad de
2011 con ventas de 10.300 millones. Una noticia publicada recientemente en la
prensa nos dice que mientras la matriculación de automóviles disminuyó en su
conjunto en España en el año 2011, la excepción han sido los de lujo, cuya
matriculación ha aumentado en un 83’1 por ciento.
“En
algún momento –habían avisado los analistas de Citigroup- es probable que los
trabajadores se opongan al aumento de beneficios de los ricos y puede haber una
reacción política contra el enriquecimiento de los más acomodados”, pero “no
vemos que esto esté ocurriendo, aunque hay síntomas de crecientes tensiones
políticas. De todos modos mantendremos una extrecha observación de los
acontecimientos”.
La
ofensiva empresarial no se limita, por otra parte, a buscar ventajas
temporales, sino que aspira a una transformación permanente del sistema
político. En los Estados Unidos se está tratando de dificultar el acceso al
voto a amplias capas de la población que se consideran poco afines a los
principios de la derecha: ancianos, minorías étnicas, pobres... En la
actualidad hay en Norteamérica 12 estados que han introducido medidas
restrictivas del derecho a votar (otros 26 las están gestionando), la más
importante de las cuales es la exigencia de un documento de identidad como
votante, para cuya obtención se exige la presentación de documentos como el
carnet de conducir o la acreditación de una cuenta bancaria. No sin problemas.
En julio de 2011 el documento le fue negado en Wisconsin a un joven, con el
argumento de que el comprobante de su cuenta de ahorro, que presentaba como
identificación, no mostraba bastante actividad reciente com para servir para
esta finalidad. Más del 10 por ciento de ciudadanos norteamericanos no tienen
estas identificaciones, y la proporción es todavía mayor entre sectores que
normalmente votan por los demócratas, incluyendo un 18 por ciento de votantes
jóvenes y un 25 % de los afroamericanos.
Pero
la amenaza a la democracia no necesita formularse con medidas legales de
limitación del voto, porque el camino más efectivo es el control de los
políticos por parte de la oligarquía financiera. Robert Fisk hacía
recientemente una comparación entre las revueltas árabes y las protestas de los
jóvenes europeos y norteamericanos en un artículo que se titulaba “Los
banqueros son los dictadores de Occidente”, en que decía: “Los bancos y las
agencias de evaluación se han convertido en los dictadores de occidente. Como
los Mubarak y Ben Alí, creen ser los propietarios de sus países. Las elecciones
que les dan el poder –a través de la cobardía y la complicidad de los gobiernos-
han acabado siendo tan falsas como las que los árabes se veían obligados a
repetir, década tras década, para ungir a los propietarios de su propia riqueza
nacional”. Los partidos políticos, afirma Fisk, entregan el poder que han
recibido de los votantes “a los bancos, los traficantes de derivados y las
agencias de evaluación, respaldados por la deshonesta panda de expertos de las
grandes universidades norteamericanas, (…) que mantienen la ficción de que esta
es una crisis de la globalización en lugar de una trampa financiera impuesta a
los votantes”.
Michael
Hudson, profesor de la Universidad de Missouri, que había sido
analista y asesor en Wall Street, denuncia en un texto sobre lo que llama “la
transición de Europa de la socialdmeocracia a la oligarquía financiera”, los
efectos de las políticas de austeridad: “Una crisis de la deuda facilita que la
élite financiera doméstica y los banqueros extranjeros endeuden al resto de la
sociedad (...) para apoderarse de los activos y reducir el conjunto de la población
a un estado de dependencia”. A lo que añade que la clase de guerra que se
extiende ahora por Europa tiene objetivos que van más allá de la economía,
puesto que amenaza convertirse en una línea de separación histórica entre una
época caracterizada por la esperanza y el potencial tecnológico, y una nueva
era de desigualdad, a medida que una oligarquía financiera va reemplazando a
los gobiernos democráticos y somete a las poblaciones a una servidumbre por
deudas. El resultado es “un golpe de estado oligárquico en que los impuestos y
la planificación y el control de los presupuestos están pasando a manos de unos
ejecutivos nombrados por el cártel internacional de los banqueros” (no sé si
será oportuno recordar que nuestro actual ministro de economía procede del
sector bancario norteamericano).
Hay
un aspecto de estos problemas en el que nos conviene reflexionar. Randall Wray
sostiene que la crisis norteamericana de 2008 no la causó la insolvencia de las
hipotecas basura, porque su volumen no era suficiente como para haber provocado
por si sólo este desastre, sino que ésta fue simplemente la chispa que
desencadenó un incendio cuyas causas profundas eran el estancamiento de los
salarios reales y la desigualdad creciente, que empujaban a la economía lejos
de una actividad centrada en la producción hacia otra esencialmente financiera,
dedicada al manejo del dinero. Lo más grave de esta interpretación –advierte-
es que, dado que estas causas profundas no sólo no se han remediado, sino que
son más graves ahora que en 2008, pudiera ocurrir que una chispa semejante,
como la insolvencia de uno de los grandes bancos norteamericanos o un problema
grave en la banca europea, volviera a iniciar una nueva crisis, tal vez
peor.
Es
por esto que necesitamos evitar el error de analizar la situación que estamos
viviendo en términos de una mera crisis económica –esto es, como un problema
que obedece a una situación temporal, que cambiará, para volver a la
normalidad, cuando se superen las circunstancias actuales-, ya que esto conduce
a que aceptemos soluciones que se nos plantean como provisionales, pero que se
corre el riesgo de que conduzcan a la renuncia de unos derechos sociales que
después resultarán irrecuperables. Lo que se está produciendo no es una crisis
más, como las que se suceden regularmente en el capitalismo, sino una
transformación a largo plazo de las reglas del juego social, que hace ya
cuarenta años que dura y que no se ve que haya de acabar, si no hacemos nada
para lograrlo. Y que la propia crisis económica no es más que una consecuencia
de la gran divergencia.
¿Qué hemos de hacer? Hay, evidentmente, un primer nivel de urgencia en que
resulta obligado luchar por salvar los puestos de trabajo y los niveles de
vida. El Banco de España se ha encargado de comunicarnos hace pocos días que lo
que vamos a tener este año, y muy probablemente el siguiente, es más recesión y
más de seis millones de parados. Cuesta poco imaginar la cantidad de EREs y de
recortes que esto va a implicar, lo que nos va a obligar a muchos esfuerzos
puntuales para salvar todo lo que se pueda.
Pero
lo que revela la naturaleza especial de la situación actual es el hecho de que
para la generación que ahora tiene entre 20 y 30 años no va a haber ni siquiera
EREs, sino una ausencia total de futuro. Y eso sólo podrá resolverse con una
política que vaya más allá de la defensa inmediata de nuestras condiciones de
vida, para enfrentarse a las políticas de austeridad y que, sobre todo, se
proponga acabar con el gran proyecto de la divergencia social que las inspira.
Como
demostró la gran depresión de los años treinta, cuando eran muchos los que
pensaban que el viejo sistema capitalista se había acabado y que el futuro era
de la economía planificada por el estilo de la de la Rusia soviética,
la capacidad del capitalismo para superar sus crisis y rehacerse es
considerable.
El
problema inmediato al que hemos de enfrentarnos hoy no es, como algunos
pensábamos hace unos años, la liquidación del capitalismo, que debe ser en todo
caso un objetivo a largo plazo, porque la verdad es que no disponemos ahora de
una alternativa viable que resulte aceptable para una mayoría. Y lo que no
puede ser compartido con los más, por razonable que parezca, está condenado a
quedar en el terreno de la utopía, que es necesaria para alimentar nuestras
aspiraciones a largo plazo, pero inútil para la lucha política cotidiana.
Lo
que nos corresponde resolver con urgencia es decidir si luchamos por recuperar
cuanto antes un capitalismo regulado, con el estado del bienestar incluido,
como se había conseguido cuando los sindicatos y los partidos de izquierda eran
interlocutores eficaces en el debate sobre la política social, o nos resginamos
a seguir sufriendo bajo la garra de un capitalisno depredador y salvaje como el
que se nos está imponiendo. De hecho, lo que nos proponen las políticas de
austeridad es simplemente que paguemos la factura de los costes de consolidar
el sistema en su situación actual, renunciando a una gran parte de las
conquistas que se consiguieron en dos siglos de luchas sociales.
No
es que no haya signos esperanzadores de resistencia. No cabe duda de que las
ocupaciones de plazas y las manifestaciones de protesta van a volver a brotar
esta primavera, empujadas por la desesperación. Pero lo más importante es saber
si la experiencia de los efectos combinados de los recortes y del aumento de
las cargas servirá para devolver el sentido común a quienes dieron el voto a
una derecha que prometía soluciones y se limita ahora a pedirnos sacrificios, o
si sus votantes se resignarán a aceptar mansamente las consecuencias de su
error.
Pienso
que es urgente, para dar sentido y coherencia a las protestas, que la izquierda
–una izquierda real que nazca de más allá de la traición de la socialdemocracia
de las terceras vías- elabore nuevas formas de lucha y de mejora, ahora que ya
hemos aprendido que la idea de que el progreso era el motor de la historia es
un engaño y que los avances para el conjunto de los hombres y las mujeres solo
se han conseguido a través de las luchas colectivas. La semana pasada me
pidieron en un diario de Barcelona que opinase acerca de cómo sería dentro de
cinco años este capitalismo con el que nos ha tocado vivir. Y lo que respondí
fue que eso dependía de nosotros: que lo que tengamos dentro de cinco años será
lo que habremos merecido.
* Texto íntegro de la conferencia pronunciada en León por el profesor Fontana que, salvo pequeñas variaciones, es la misma que dictó en la sede de Comisiones Obreras de Catalunya en el consell de Comfia.
2 comentarios:
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