Todo tiempo es
tiempo de lectura, pero es verdad que la liberación de la dictadura de los
horarios de trabajo que traen las vacaciones permite, en una mayor dedicación a
esta actividad, elegir títulos menos habituales que aquellos de la
cotidianeidad. Uno de ellos es el que aquí se sugiere.
No se
trata de una versión novelada de la vida de Cesar como aquella magistral de los
últimos meses de su vida, Los
idus de marzo, que Thornton Wilder publicara en 1948. Aquí estamos ante un
estudio histórico para el que el autor ha analizado críticamente las distintas
fuentes que en tiempos de Cesar y en algunos años posteriores se fueron
publicando. Canfora, catedrático de filología griega y latina de la Universidad de Bari,
hace un profundo estudio en el que coteja versiones de los mismos hechos y la
interpretación y opiniones que sobre ellos hicieron varios autores, algunos
posteriores, como Séneca, y otros contemporáneos como el ambiguo y torticero
Ciceron. Analiza las fuentes que manejaron y los textos que publicaron autores
como Asconio, Asinio Polión, Plutarco, Suetonio, Salustio, Tito Livio, Veleyo,
Apiano, Dion Casio y tantos otros. Por supuesto, un lugar destacado merece el Corpus cesariano. Cesar
escribió mucho sobre hechos de los que era protagonista. Canfora también ha
manejado la importante historiografía posterior.
Todo ese
esfuerzo es exigido al investigador porque Cesar es uno de esos personajes que
se convierten en arquetipo por haber dejado una “vasta huella” en la historia
(p. 2) y, con su brillo, ciegan la objetividad del estudioso que acaba seducido
por su fascinación, como el gran Mommsen, el maestro del siglo XIX de la
historia de Roma, reconoció. Por eso Canfora, desde el inicio, confiesa al
lector tener la obligación de acometer su trabajo como una ardua tarea que le
libre de ese peligro (p.8).
El subtítulo, un dictador democrático, para la inmensa mayoría de lectores de
nuestro tiempo no expertos en las instituciones constitucionales de la República Romana ,
puede parecer contradictorio, pero tiene su justificación cuando aprendemos con
la lectura de esta magnifica obra que la dictadura era una “magistratura
extraordinaria, dotada de poderes excepcionales, en sustitución del consulado,
a la que se recurría en momentos de especial gravedad”. El recurso a la misma
lo decidía el Senado (aunque no siempre hacia el nombramiento del dictador) y
tenía carácter temporal (seis meses como máximo) (p. 414). En una república oligárquica como
aquella (como son cada vez más nuestras democracias neoliberales) la dedicación
a la política era cosa de una nobilitas patricio-plebeya perteneciente a
familias que habían desempeñado desde años atrás altos cargos. Esa nobilitas recurría y controlaba el voto
“popular” en tiempo de elecciones. Había un permanente enfrentamiento entre la
facción de los optimatesu
oligarquía senatorial, que propugnaba una política conservadora, y los populares. Pero ambos grupos en
su interior eran heterogéneos y siempre oligárquicos. Julio Cesar,
perteneciente a una de las más antiguas familias aristocráticas, se adscribía a
los populares y tuvo buen cuidado a lo largo de toda
su vida política en mantener los vínculos y el apoyo de aquellas clases. Ese es
un rasgo fundamental de su figura, de ahí el oxímoron con el que juega Canfora
de un dictador democrático.
Ambos grupos (optimates
y populares) competían en el mercado electoral en la compra del voto y para
eso hacía falta dinero, mucho dinero, lo que provocaba con frecuencia que los
candidatos contrajesen cuantiosas deudas (también suena muy actual). Un camino para resarcirse de los
gastos electorales y poder afrontar las deudas era marchar a una de las
provincias del imperio con un cargo político a enriquecerse. Una práctica de la
que no escaparon “virtuosos” republicanos como Catón o Bruto, el cesaricida en
nombre de la libertad había practicado la usura en su estancia en Grecia. Julio
Cesar siempre estuvo bajo sospecha de aprovechar los cargos públicos para aumentar
sus recursos. Sus deudas
fueron cuantiosas debido al dispendioso uso que hizo del dinero prestado para
ganar elecciones. Pero la cosa podía salir mal si las corruptelas eran
denunciadas ante los tribunales en un momento en el que estuviesen más o menos
controlados por enemigos políticos. De ahí que cuando un oligarca contraía
deudas el mismo Cesar reconociese que la salida era una guerra civil.
De las paginas
del libro que aquí se comenta se deduce la continua tensión que se vivía en la Roma de aquella republica
oligárquica y corrupta provocada por la lucha entre diversas facciones, que se
presentaban todas idealmente restauradoras de los valores republicanos, de la libertas, mientras que la
realidad era muy distinta. Poderes personales más o menos fuertes, senadores primus inter pares eran habituales sin que faltasen
periodos claros de autoritarismo como el de Sila. No es extraño que en este
panorama lo que había en realidad era en una casi interminable guerra civil
para cuya solución, para conseguir la pax, se presentaba intermitentemente la
alternativa de un poder personal como aquel al que Cesar aspiraba y acabó
consiguiendo mediante el nombramiento de dictador vitalicio. Pero eso era una
contradicción demasiado fuerte y acabó dando lugar a una conjura entre algunos
de los mismos cesaristas y otros que no lo eran, como muy probablemente
Ciceron, que acabó con su vida.
Si el brillo
de Cesar ha cegado
estudiosos y atraído a tantos “príncipes”, desde Carlos V a Napoleón que
estudiaron con suma atención sus escritos, es debido en gran parte a su
extraordinaria peripecia vital. Nacido hacia el año 100 (antes de nuestra era),
para salvar su vida, muy joven huye de Roma escapando a la represión de Sila.
Pocos años después, cuando va hacia Grecia para dedicarse al estudio, como era
común entre la elite romana, fue apresado por piratas. Recuperada la libertad
tras pagar un rescate, se lo hizo pagar caro a sus secuestradores con una
expedición de castigo pagada con fondos privados. Fue Pontífice Máximo siendo un
completo laico educado en la filosofía epicúrea. Ocupó casi todos los cargos
importantes de la república con mandato tanto en las provincias orientales como
en las occidentales, en concreto en Hispania, lo que le obligaba a estar mucho
tiempo fuera de Roma, con finalidades que ya sabemos no solo eran políticas,
pero siempre atento a lo que allí sucedía, muy bien informado y actuando a
través de sus partidarios. Sin duda el mandato más importante para su futuro
fue la asignación del poder militar que consiguió en el año 58 para la
conquista de la Galia. La
guerra de las Galias está llena de brillantes victorias militares y de
episodios negros, como la masacre de poblaciones cercanas a la Helvecia que contrasta
con la clemencia que en las guerras civiles usaba con romanos derrotados para
tratar de conseguir la paz. Allí cimentó un poder militar que le permitió
atravesar el Rubicón a finales del 50 o principios del 49 desencadenando una
guerra civil contra el representante de los optimates,
Pompeyo, de la que salió victorioso tras duras batallas, como la de Farsalia,
en Grecia, la de Alejandría, en donde pasó momentos muy comprometidos y la de
Munda, en España, donde ante una situación casi desesperada consideró su
suicidio. Precisamente es en Farsalia, ante los numerosos cadáveres del
derrotado ejercito de Pompeyo, donde parece que dijo en griego, lo que indica
que solo se dirigía a su entorno cercano, algo así como que ellos lo habían
provocado porque “me han puesto en una situación de necesidad en la que yo,
Cesar, que he conseguido tantas victorias, habría sido incluso condenado por un
tribunal en el caso de que hubiese licenciado a mis tropas”(p. 347). Razones
personales contra una justicia partidista para justificar una guerra civil. La
razón jurídica que alegó para iniciar la guerra con el paso del Rubicón fue de
la retirada de los poderes a los tribunos de la plebe ilegalmente hecha por el
Senado, lo que le valió a seguir manteniendo el apoyo de las clases populares.
Es decir, presenta su lucha como una por la dignitas y la libertas.
El asesinato de
Cesar el 15 de marzo del 44 y lo que ocurrió después tiene mucho de dramatismo
teatral. Había prescindido de su escolta de lictores,lo
que resultó fatal, y en el pórtico del senado recibió 23 puñaladas de los conjurados
entre los que estaba Bruto, al que cuando alzaba el puñal le dijo la famosa
frase “¿Tu también, hijo?”. Bruto era hijo de Servilia, hermana del
anticesariano Catón con la que Cesar tuvo durante años una pasión amorosa
de la que se decía era fruto Bruto. Este mismo, abandonado el cuerpo de Cesar,
con otros conjurados se dirigió al monte Capitolino y allí, alzando el puñal
ensangrentado, hizo inútiles llamamientos a los ciudadanos para “gozar de la
libertad” en una ciudad desierta y con las tiendas cerradas (p. 321). Es una
escena casi teatral, como teatrales fueron los funerales. El cadáver de Cesar
se volvió contra los conjurados excitando la indignación de las clases
populares que si no quemaron las casas de los cesaricidas con troncos ardientes
de la pira funeraria fue por la protección que encontraron en un supuesto
cesarista: Antonio. Puede que hubiera un cansancio de guerras civiles que, sin
embargo, no se cerraron con el asesinato de Cesar. Había otras causas profundas
que no se resolvían con la desaparición de una persona, por muy importante que
fuera, pero eso ya es otra historia.
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