De modo casi inconsciente hay una
tendencia a pensar que la banalidad excluye a la maldad. Una persona banal es
tenida por inocua en su insignificancia, pero eso es un grave error porque esa
manera de pensar no distingue la banalidad del sujeto de sus acciones, que bien
pueden tener consecuencias terribles para muchísimas otras personas. La
banalidad no puede eliminar el mal como Hanna Arendt nos enseñó en su
imprescindible libro Eichmann en
Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal del que en este momento en
Europa, y en España en particular, se pueden extraer muy provechosas lecciones.
El libro de Arendte más que una crónica
del juicio al que en Israel fue sometido el nazi Eichmann, secuestrado en
Buenos Aires en 1960 en donde trabajaba en la fábrica de Mercedes Benz. En
contra de lo que intentó la acusación, en ese juicio quedó de manifiesto que el
acusado no era un monstruo, ni odiaba a los judíos, ni era un fanático
antisemita, ni ordenó matar a persona alguna, ni lo hizo él mismo, simplemente
se limitó a organizar el largo viaje (en general en trenes de carga) de cientos
de miles de personas (en su mayoría judías), primero obligadas a un
desplazamiento forzoso a campos de concentración en los que se usaba el trabajo
esclavo para fabricas como Krupp o Siemens y desde 1941, cuando se adopta la
Solución Final, a los campos de extermino. Era siempre plenamente sabedor de lo
que ocurría en esos lugares, pero, como repitió en el juicio, él no mataba,
organizaba la maquinaria burocrática para un transporte eficaz. No tenía mala
conciencia, sino satisfacción por haber cumplido su deber de ciudadano
cumplidor de la ley que recurría para explicarse a frases hechas, hueras,
clisés, cuya incapacidad para hablar con propiedad mostraba su incapacidad para
pensar por si mismo y, sobretodo, para pensar desde el punto de vista de otro.
Arendt reitera que en el juicio se vino abajo la sospecha de que Eichmann fuera
un monstruo, pero fue tomando cuerpo la de que era un payaso que no tenía mala
conciencia ni se engañaba porque había estadoactuando en plena armonía con el
mundo en que vivía,en donde imperaba un autoengaño de la mayoría de la
población alemana y en el que no hubo protestas cuando el partido nazi se
apoderó del aparato del Estado y los altos cuerpos de la Administración se
sumaron con entusiasmo a las tareas de la Solución Final redactando reglamentos
y ordenanzas para poner en práctica la voluntad del Führer que era considerada
fuente de derecho.
Eichmann, nos dice Arendt, era un
irreflexivo, pero no estúpido, lo que nos lleva al problema de la
responsabilidad. Al crearse una maquinaria burocrática que organiza “matanzas
administrativas” cada funcionario, cada miembro de ese engranaje cumple con su
obligación y puede pretender, para exonerar su responsabilidad, que cualquiera
otra persona podía haberlo hecho igual. Es el “imperio de nadie” en que por ser
todos responsables potenciales ninguno lo es. Pero Arendt nos recuerda la
distinción aristotélica entre potencia y acto. Muchos pudieron, pero algunos hicieron
y por ello merecen ser juzgados y condenados. De hecho, aunque fueron
excepciones, hubo personasen Alemania que se opusieron a los horrores del III
Reich y lo pagaron caro. Hay que recordar que los primeros perseguidos fueron
los antifascistas, en especial los comunistas, y que en los territorios de la
URSS, tras las tropas regulares del ejercito y con su colaboración actuaba un
cuerpo especial cuya tarea era la eliminación in situ de cuantos personas eran consideradas guerrilleros o
simpatizantes del Ejército Rojo. Las mayores pérdidas humanas de toda la
segunda guerra mundial las sufrió la URSS. La excepción, aunque solo hubiera
estado constituida por una sola persona, como nos recuerda el poema de Cernuda,
bastaría para dar dignidad al género humano y por lo mismo hay que
reivindicarla y ponerla como ejemplo para todo el mundo.
La burocracia en la que parece imperar
“el imperio de nadie” y que crea un lenguaje que encubre la realidad, que
miente, no es cosa del pasado. Hoy esa burocracia va más allá del aparato
estatal en una confusión en la que grupos económicos privados dominan los
instrumentos públicos y los medios de persuasión pervirtiendo la idea
democrática para huir de la responsabilidad por actos que tienen consecuencias
extremadamente dañinas para una gran parte de la población.
Lo ocurrido con las políticas del
Partido Popular en estos últimos años es un claro ejemplo. Apenas llegó al
poder el Gobierno de Rajoy, despreciando las formas democráticas, entre otras
cosas mediante el uso torticero de la legislación de urgencia,aplicó un
programa que nada tenía que ver con el que ganó las elecciones. Un programa
elaborado por mentes no banales en el que los derechos laborales que sirven
para preservar un mínimo de dignidad a la persona que trabaja fueron
sacrificados en aras del interés empresarial para “mejorar la eficiencia del
mercado de trabajo” (como si el trabajo fuese una mercancía cualquiera), el
Sistema de la Seguridad Social horadado, el acceso a la justicia severamente
limitado con el aumento de las tasas, el poder judicial colonizado en interés
del partido, la protesta social criminalizada, la educación y la atención
sanitaria profundamente deterioradas y convertidas en “oportunidades de
negocio”, los medios de comunicación, en fin, puestos al servicio del Gobierno
y del partido en el poder para mediante la manipulación y la mentira justificar
sus tropelías. Las consecuencias han sido claras: aumento de la desigualdad, de
la pobreza, de la precariedad y enormes sufrimientos de una gran parte de la
población.A todo ello hay que sumar una corrupción rampante enquistada en el
núcleo mismo del Partido Popular que se ha extendido cual gangrena por las
administraciones públicas que han caído en sus manos.
En pocos años el deterioro de los
valores democráticos ha alcanzado cotas insospechadas para quienes pensaban que
la salida de la dictadura franquista nos llevaría a un avance progresivo en
libertades y derechos. Ahora estamos, no en una regresión, sino en algo peor,
en un cambio de época en el que las clases oligárquicas utilizan las
instituciones supranacionales (Fondo Monetario Internacional, Comisión Europea,
Banco Central Europeo) convertidas en un “imperio de nadie”, pero formado por
personas de carne y huesos, para arremeter contra el Estado Social y
Democrático de Derecho en que se plasmó el pacto constituyente fundante de
nuestro sistema de convivencia y de la Europa de la segunda postguerra. Todo
esto tiene una enorme gravedad y personas determinadas, en lo que nosotros toca
Rajoy en tanto que jefe del Gobierno y del partido del poder y como cabeza de
otros secuaces, ha contraído graves responsabilidades de las que no le puede
librar la banalidad con la que se expresa y comporta (sus continuos deslices
con el lenguaje en cuanto se sale del guión que le preparan muestra su
dificultad para pensar). Ahora otra vez Rajoy pretende volver a ser presidente
del Gobierno banalizando las maldades cometidas, llama a la responsabilidad de
otros para que le apoyen confundiendo las palabras, porque a lo que tendría que
aludir es a las obligaciones que los representantes públicos tienen frente a
sus representados, empezando por las suyas. Responsabilidad es soportar las
consecuencias de las propias acciones, consecuencias de las que quiere huir al
pretender que está al margen de ellas porque sus electores no le han exigido
responsabilidades políticas (como si
fueran las únicas) al ser el partido más votado, pero de nuevo banaliza cuando
pasa por alto que en una democracia parlamentaria el 67 por ciento que no le
quiere es mucho más que el 33 por ciento que todo le perdona. Una democracia
que merezca ese nombre no puede tener un Gobierno formado por gente que ha
creado un enorme un enorme aparato de producción de males, los “sacrificios”
que según ellos no han podido evitar imponer a la población por “las
circunstancias” en las que se han encontrado. Eso mismo venían a decir Eichmann
y sus congéneres para justificar sus conductas.
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