lunes, 17 de octubre de 2016

CETA, TTIP, TiSA: NO ES EL COMERCIO, ES UN NUEVO ORDEN GLOBAL DE PODER.

Cada día que pasa se va viendo con más claridad que los “Tratados comerciales de nueva generación” no tienen como objetivo primordial favorecer del desarrollo del libre comercio en el planeta eliminando o reduciendo los aranceles, su objetivo es consolidar un poder de las grandes corporaciones inmune a los límites que las instituciones democráticas pueden establecer en beneficio de los intereses de la mayoría de la población. Con esos tratados quieren establecer una garantía jurídica para situarse al margen de las eventuales reglas que puedan dictar los representantes de la soberanía popular. Una primera muestra de lo cierto de esta aseveración es que el CETA, el TTIP y el TiSA están siguiendo una tramitación opaca, sin apenas control de los miembros del Parlamento Europeo y de los Parlamentos nacionales. La diplomacia secreta se impone a la democracia abierta.

Las primeras defensas de estos tratados decían que la eliminación de aranceles favorecería el comercio y con ello vendría un aumento de la riqueza que se traduciría en muchos empleos, pero, como tantas otras “demostraciones científicas” de la vulgata neoliberal, solo se trata de que la gente haga un ejercicio de fe, a pesar de que las experiencias hasta ahora conocidas, como el Tratado de Libre Comercio entre México, Estados Unidos y Canadá, muestran que ni aumentó el empleo, ni mejoraron los estándares de protección del trabajo, ni de la salud pero, eso si, aumentó la desigualdad.

Vistas las inconsistencias de la argumentación de los aranceles, entre otras cosas porque ya son muy bajos o casi inexistentes para multitud de productos y servicios, se pasó a otra argumentación cual es la de unificación y simplificación de las reglas. Se dice que en Europa hay un exceso de regulación que opera en la práctica de forma más dura y obstaculizadora del comercio que los aranceles. Entre esas reglas están las que afectan tanto a la producción o como a la distribución y tratan (al menos nominalmente) de proteger a la perdona que trabaja (la legislación laboral), la salud pública mediante exigencias de seguridad en los productos de alimentación (lo que incluye a los agroalimentarios) y farmacéuticos, las que regulan el acceso a las profesiones con especial impacto social (titulaciones), las que se refieren a los servicios de atención sanitaria, las que protegen el medio ambiente, y así tantas. Lo que se pretende en estos tratados es que los operadores económicos actúen lo más alejados y más libremente posible de la intervención y un control público en defensa de lo común. El TTIP llega al extremo de crear la figura de la cooperación regulatoria que no es más que dar entrada legal en el proceso de elaboración de las normas de la Unión Europea a un organismo formado por representantes de las corporaciones transnacionales y de la burocracia de Bruselas a lo que se añade que crean mecanismos de arbitraje, al margen de la jurisdicción de los Estados de Derecho, para resolver las controversias entre las empresas y los Estados cuando aquellas consideren que se han dañado sus expectativas de negocio por normas tales como un convenio colectivo que ha aumentado los salarios en un sector.

El siguiente paso que han dado los defensores de estos tratados es mantener que en realidad de lo que se trata es de un problema de geoestrategia. América del Norte (con exclusión de México) debe aliarse con la Unión Europea para contrarrestar a China y otros países asiáticos, pero esa alianza tiene que adoptar las reglas que nos imponga la businesscommunity en un fundamentalismo del mercado.

Pero después de todo ¿dónde quedamos los ciudadanos? ¿quién va a defender nuestra salud, nuestra educación, como bienes extracomercio? ¿dónde quedan los valores democráticos? La respuesta a estas preguntas dependerá de lo que la ciudadanía sea capaz de hacer para defender directamente, como hizo el sábado pasado en las calles, lo que es común. Este gobierno en funciones cometió el viernes una tropelía más al autorizar la firma del CETA en clara violación de la Ley 50/1997, del Gobierno, deslegitimándose más aún al actuar de modo servil a favor de los intereses de una oligarquía transnacional ante la que sacrifica las reglas, los procedimientos y los valores democráticos.



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