Cada día que pasa se va viendo con más
claridad que los “Tratados comerciales de nueva generación” no tienen como
objetivo primordial favorecer del desarrollo del libre comercio en el planeta
eliminando o reduciendo los aranceles, su objetivo es consolidar un poder de
las grandes corporaciones inmune a los límites que las instituciones
democráticas pueden establecer en beneficio de los intereses de la mayoría de
la población. Con esos tratados quieren establecer una garantía jurídica para
situarse al margen de las eventuales reglas que puedan dictar los
representantes de la soberanía popular. Una primera muestra de lo cierto de
esta aseveración es que el CETA, el TTIP y el TiSA están siguiendo una
tramitación opaca, sin apenas control de los miembros del Parlamento Europeo y
de los Parlamentos nacionales. La diplomacia secreta se impone a la democracia
abierta.
Las primeras defensas de estos tratados
decían que la eliminación de aranceles favorecería el comercio y con ello
vendría un aumento de la riqueza que se traduciría en muchos empleos, pero,
como tantas otras “demostraciones científicas” de la vulgata neoliberal, solo
se trata de que la gente haga un ejercicio de fe, a pesar de que las
experiencias hasta ahora conocidas, como el Tratado de Libre Comercio entre
México, Estados Unidos y Canadá, muestran que ni aumentó el empleo, ni
mejoraron los estándares de protección del trabajo, ni de la salud pero, eso
si, aumentó la desigualdad.
Vistas las inconsistencias de la
argumentación de los aranceles, entre otras cosas porque ya son muy bajos o
casi inexistentes para multitud de productos y servicios, se pasó a otra
argumentación cual es la de unificación y simplificación de las reglas. Se dice
que en Europa hay un exceso de regulación que opera en la práctica de forma más
dura y obstaculizadora del comercio que los aranceles. Entre esas reglas están
las que afectan tanto a la producción o como a la distribución y tratan (al
menos nominalmente) de proteger a la perdona que trabaja (la legislación
laboral), la salud pública mediante exigencias de seguridad en los productos de
alimentación (lo que incluye a los agroalimentarios) y farmacéuticos, las que
regulan el acceso a las profesiones con especial impacto social (titulaciones),
las que se refieren a los servicios de atención sanitaria, las que protegen el
medio ambiente, y así tantas. Lo que se pretende en estos tratados es que los
operadores económicos actúen lo más alejados y más libremente posible de la
intervención y un control público en defensa de lo común. El TTIP llega al
extremo de crear la figura de la cooperación regulatoria que no es más que dar
entrada legal en el proceso de elaboración de las normas de la Unión Europea a
un organismo formado por representantes de las corporaciones transnacionales y
de la burocracia de Bruselas a lo que se añade que crean mecanismos de
arbitraje, al margen de la jurisdicción de los Estados de Derecho, para
resolver las controversias entre las empresas y los Estados cuando aquellas
consideren que se han dañado sus expectativas de negocio por normas tales como
un convenio colectivo que ha aumentado los salarios en un sector.
El siguiente paso que han dado los
defensores de estos tratados es mantener que en realidad de lo que se trata es
de un problema de geoestrategia. América del Norte (con exclusión de México)
debe aliarse con la Unión Europea para contrarrestar a China y otros países
asiáticos, pero esa alianza tiene que adoptar las reglas que nos imponga la businesscommunity en un fundamentalismo
del mercado.
Pero después de todo ¿dónde quedamos
los ciudadanos? ¿quién va a defender nuestra salud, nuestra educación, como
bienes extracomercio? ¿dónde quedan los valores democráticos? La respuesta a
estas preguntas dependerá de lo que la ciudadanía sea capaz de hacer para
defender directamente, como hizo el sábado pasado en las calles, lo que es
común. Este gobierno en funciones cometió el viernes una tropelía más al
autorizar la firma del CETA en clara violación de la Ley 50/1997, del Gobierno,
deslegitimándose más aún al actuar de modo servil a favor de los intereses de
una oligarquía transnacional ante la que sacrifica las reglas, los
procedimientos y los valores democráticos.
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